Sab 7, 7-11; Sal 89; Heb 4, 12-13; Mc 10, 17-30

No puedo evitar detenerme, entre asombrado y maravillado, ante esa imagen tan divina y tan humana: Jesús absorto, las lágrimas empujando fuertemente en el umbral de sus párpados, mientras contempla a un joven que se aleja… No se mueve ni un centímetro, aunque el corazón se le abrasa dentro del pecho.

Cuando aquel joven se había acercado al Maestro Bueno, deseoso de encontrar las puertas de la Vida, Jesús «se le quedó mirando con cariño» (imagino la mano de Jesús, firme sobre el hombro del muchacho, la sonrisa transparente, y la mirada atravesando como un dardo de fuego los ojos del joven, hasta clavarse en lo más blando del corazón).

Entonces, con la fortaleza y la radicalidad de todo un Dios que no entiende de medianías, le presentó sin disfraces, sin cebos, sin estúpidas vergüenzas ni complejos, toda la exigencia del Amor: «Anda, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres – así tendrás un tesoro en el cielo -, y luego sígueme». Le llamó a lo más alto, le convocó a las cumbres más elevadas de la santidad, ofreciéndole, en su mirada, las gracias necesarias para alcanzarlas… Pero el joven retiró los ojos; miró al suelo… El suelo… Su «querido» suelo… No quería abandonar «el suelo», no quería subir… «Frunció el ceño y se marchó pesaroso».

Y allí estamos: toda la fuerza y la valentía de aquel Amor, que había sido derramado sobre el joven en palabras ardientes como flechas de fuego, se arrodillaron ante la negativa del muchacho. Y así quedó el Maestro: arrodillado, arrodillado ante la libertad de un hombre que había escogido la muerte habiendo estado a las puertas de la Vida. No va detrás de él, no le pide las señas para invitarle a algún sermón bonito, no negocia ni rebaja la exigencia fuerte del Amor… Le deja marchar, se le parte el alma, pero le deja marchar.

Y a mi, este respeto exquisito de Dios por la libertad humana, me asombra y me maravilla a la vez. Pienso que, con ello, Dios se la juega con el hombre, y se la juega de verdad… porque a veces pierde; pierde, pero gana, porque hizo al hombre libre, y así le quiere, libre. Y, cuando siento el vértigo y el miedo al verme encaramado a mi libertad, no sé hacer sino encomendarme a la Mujer que dijo «sí», para que mi «sí» sea siempre «sí», y sea siempre gozoso. Yo quiero subir.