El domingo eché una bronca a los feligreses. No era una gran regañina y lo hice en el tiempo de dar los avisos, o sea, poco tiempo. Como era la primera vez que me veían (y escuchaban) que les regañaba se quedaron muy serios, aunque estoy convencido que no quité a ninguno el sueño. Conozco algún sacerdote que se pasa la vida regañando a los feligreses, esos han perdido la eficacia por pesados, los fieles ya van a Misa pensando en qué les tocará hoy el toque de atención.
“¡Ay de vosotros, que sois como tumbas sin señal, que la gente pisa sin saberlo!” Pocas veces el Señor regaña, me parece que la predicación -y la vida-, del Señor es más una retahíla de síes, de una mirada positiva, que una serie de normas prohibitivas. A algunos les gusta el Dios del no, de las amenazas y el juicio. Es verdad que sólo Dios puede juzgar: “Todos admitimos que Dios condena con derecho a los que obran mal, a los que obran de esa manera. Y tú, que juzgas a los que hacen eso, mientras tú haces lo mismo, ¿te figuras que vas a escapar de la sentencia de Dios? ¿O es que desprecias el tesoro de su bondad, tolerancia y paciencia, al no reconocer que esa bondad es para empujarte a la conversión? Con la dureza de tu corazón impenitente te estás almacenando castigos para el día del castigo, cuando se revelará el justo juicio de Dios, pagando a cada uno según sus obras.” Pero si Dios castiga es porque primero salva. Por eso de vez en cuando viene bien que el Señor nos eche encima unos “ayes”, que nos ponga en nuestro sitio de creaturas, redimidas por Cristo y amados de Dios, pero creaturas.
Nosotros vamos a procurar regañar poco y anunciar con nuestra vida las misericordias de Dios con nosotros. Cuando enfrentemos la vida de los otros con Dios ya se darán cuenta de su pecado, de sus distanciamientos y olvidos, y se volverán a Él. Los cristianos no podemos ser los eternamente enfadados o los críticos constantes de todo. Tenemos que ser transparentes, dejando transparentar la grandeza de Dios con nosotros, con toda la humanidad. “Sólo en Dios descansa mi alma, porque de él viene mi salvación; sólo él es mi roca y mi salvación, mi alcázar: no vacilaré”. No vacilaremos en predicar las misericordias de Dios. Si alguna vez hay que regañar que nunca nos enfademos, que no juzguemos pues sabemos que somos los primeros en hacer lo que reprobamos y que sólo sirva para volver a encender nuestro amor a Dios.
Nuestra Madre la Virgen no nos regaña, nos enseña a su Hijo y confronta nuestra vida con la suya. Tal vez sea la mayor de las regañinas, pero lo hace con una sonrisa y dándonos la gracia para ser fieles.