Jer 31,2-9; Sal 125; Heb 5,1-6; Mc 10,46-52

En el exilio, el pueblo ha sido reducido a un resto. Jeremías nos hace gritar de alegría, porque de él va a hacer el mejor de los pueblos. Recogerá gentes de los confines de la tierra. Ciegos y cojos. Preñadas y paridas. Marchamos llorando, volveremos guiados por su consuelo. Nos llevará por camino llano hacia lugares de agua pura y abundante Él será nuestro Padre. Nosotros, en la pequeñez de nuestro resto, seremos su primogénito. ¿No se dirigía a nosotros que la hemos escuchado esta lectura del profeta? Por eso, la comprenderemos en su plenitud, y al Señor llamaremos Padre, mientras nosotros, en Cristo, por él y con él, nos sabremos su primogénito. ¿Para qué?, ¿buscando nuestro gozo y engorde? No, claro, sino pequeño resto que, en su mano, crecerá arrecogiendo una gran multitud que vendrá y retornará a él.

El evangelio nos muestra al ciego Bartimeo sentado al borde del sendero, pidiendo limosna. ¿A dónde lleva esa ruta?, ¿quién pasa por ella? El camino de la vida, cerrado para él en su ceguera. Oye que Jesús pasa por esa calzada, y grita, aunque muchos le regañen lo inconveniente de sus alaridos: debe comportarse y aceptar lo que es. Pero él grita más y más. Hijo de David, ten compasión de mí. Eso es lo que espera, allá, sentado al borde de esa senda que él no puede transitar. Busca compasión. Buscamos compasión. También nosotros, ciegos al borde de nuestro camino. Con tantos y tantos que son como nosotros. Nada podemos, sólo imaginamos el paso, pues a lo más recorreremos por él unos metros a trancas y barrancas. Muchos que parecen circular por él nos espetan: callad, no gritéis, nadie os va a ayudar. Ese es vuestro destino. Aceptarlo con estoica libertad. Nada hay para vosotros. ¿Qué pedís? Compasión. Ilusos, ¿quién os va a compadecer? Cada uno vamos a lo nuestro. Nada nos importas. Allá tú. Asume tu sino. Pero Jesús se detiene. Llamadlo. Es curioso que no sea él quien le llama. Hasta en esto busca Jesús nuestra colaboración. No quiere ser un fantasma que pasa y, quizá, cura. Por eso llamaron al ciego con hermosas palabras: ánimo, levántate que te llama.

Somos nosotros quienes animamos, quienes levantamos si llega el caso, quienes ayudamos a la llamada de Jesús. Estamos con él, caminando. ¿Qué quieres que haga por ti? Qué voy a querer, es obvio. Maestro, que pueda ver, gritamos nosotros con Bartimeo.

Curioso, curioso, palabras llenas de gracia las que Jesús pronuncia. Anda, tu fe te ha salvado. Parece que quiere dejar en nosotros la iniciativa de nuestra curación, del poder seguir tras él en ese camino de vida que nos estaba vedado. Lo que nos salva es la fe en él. Sin ella, no hubiéramos sido curados de nuestra ceguera. Fe nuestra, es verdad; pero fe en él. Simbiosis perfecta. Iniciativa nuestra, sí; pero cuando oímos al que viene. Porque, oyendo los ruidos del camino, gritamos a voz en cuello: Hijo de David, ten compasión de mí.

Él nos comprende, no es sumo sacerdote alejado de nosotros. ¿Porque él mismo está envuelto en debilidades? No es un ser fantasioso, sino de carne como nosotros. Excepto en el pecado, tiene todas nuestras íntimas debilidades. Pues toda carne es frágil. Por eso, puede comprendernos. No se confirió a sí mismo la dignidad de sumo sacerdote, suplantándola, pues no le correspondería, sino que la obtuvo del mismo Señor, su Padre, para que, con su sangre, redimiera nuestra vida, provocando nuestra fe en él.