Rom, 8, 18-25; Sal 125; Lu 13, 18-22

Se diría que esta página de la carta a los Romanos las ha escrito san Francisco de Asís. Dan ganas de predicar a los pájaros y a los pececillos, porque ellos también esperan nuestra plena manifestación de hijos de Dios. También ellos quieren bendecir al Señor que los ha creado. Pero les falta la capacidad de hablar, y quieren hacerlo a través de nuestra voz. Ellos quieren alabar al Señor con nosotros y en nosotros. Tampoco ellos son máquinas. Pero les falta la capacidad de dirigir palabras que elogien a quien los creó. Por eso, con la predicación de Francisco, le miran con dulzura y, con los labios y el afecto infinito del Poverello, también ellos vitorean al Señor.

Pablo siempre nos pone ante el sufrimiento. Compartimos los sufrimientos del Señor. También, en él, con él y por él, nuestro sufrimiento es redentor. Mas no olvidemos que estos sufrimientos nos serán cambiados por la inmensa gloria que un día se nos descubrirá para que entremos en ella para siempre. Toda la creación, galaxias, estrellas, planetas, aguas, animales pequeños y grandes, todos los que vimos nacer en los primeros capítulos del Génesis —y vio Dios que era bueno, pasó una tarde, pasó una mañana—, ahora resplandecerá con toda su refulgencia. El pecado la sometió a frustración. Pecado nuestro, sólo nuestro, pero que empañó también a las demás criaturas. Por eso, ahora, cuando por fin resplandezca la gloria del Señor, se verá liberada de la esclavitud de la corrupción. Y también ellos, la creación entera con todos sus seres, grandes y pequeños, bonitos y feos, fieras y ganados, entrará en la libertad gloriosa de los hijos de Dios.

Es impresionante el sentido cósmico que san Pablo apunta acá (cf. Col 1,20; Ef 1,10; Ap 21,1-5). Sólo nosotros hemos sido hechos a imagen y semejanza de Dios, es verdad, y, por ello, sólo nosotros hemos sido puestos sobre todas las demás creaturas como reyes del universo —no tiranos y sátrapas, pues la realeza que se nos dona es de Dios, no de la serpiente—, para que demos voz a su alabanza, a su contento, a la compañía que nos ofrecen. Para que nos gocemos con todas las creaturas. Para que contemplemos la bóveda estrellada e imaginemos las maravillosas y reales aventuras de la cosmología y de la ciencia. Pues la materia, la conjunción de los seres materiales, es el primer regalo que Dios nos hace. La materia no es nuestra enemiga. Es nuestra hermana. Somos también nosotros, como todas las creaturas, como todos los seres vivos, hijos de esa materia que Dios creó al principio, modelándonos con ella al final del sexto día. Él entró en su descanso en el séptimo, y nosotros estamos en el paso de un día al otro, para alcanzar también, por su gracias y misericordia, la gloria de ese descanso. Todo ello lo vivimos aún en-esperanza. Por eso, poseyendo las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior aguardando la hora de ser hijos de Dios, la redención de nuestra carne.

El Señor ha estado grande con nosotros. Bellísimo lo que se nos ofrece. El reino de Dios. Pero ya nos lo anuncia Jesús, todavía es como el grano de mostaza que debe aún crecer para que los pajarillos aniden en sus ramas. Levadura que haga fermentar la masa. La masa de nuestros hermanos y hermanas, claro. Pero, hoy, sobre todo, la masa de las demás creaturas. Para que todo fermente como el reino que Dios nos ofrenda.