Más incómodo que un viaje de seis horas en autobús de línea… Más incómodo que la butaca del cine cuando el pesado de al lado no te deja apoyar el brazo… Más incómodo que el Metro a las siete de la mañana… Más incómodo que hacer el pino… Infinitamente más incómodo que todo eso es vivir con un pie en la Cruz y otro en el sofá; no hay quien lo aguante.

Cuando adoptas semejante postura, la Cruz se vuelve insufrible, porque el pie del sofá no para de recordarte lo confortable que estarías si te recostaras del todo en tan mullido alojamiento, y cada vez que te lo recuerda es como si te estuviera llamando tonto por haber renunciado a lo que gozosamente dejaste atrás un día (¿te acuerdas? Entonces clavaste los dos pies en su sitio; en la Cruz). Junto a ello, la conciencia tampoco está tranquila, y te recuerda machaconamente, aunque no quieras prestarle atención, que deberías lanzarte del todo a esa aventura divina de la Cruz. En definitiva: esa Cruz es insufrible, pero no por lo pesada, sino por lo incómoda. No te engañes; no tienes que cambiar de Cruz, sino de postura.

Pero, ¿Y el pie del sofá? Ése las pasa también canutas, porque no deja de echar de menos a su compañero, que continúa clavadito a la fuerza en el Leño. Y, claro, para estar en el sofá, mejor es estarlo del todo y dejarse de milongas, que andar añorando sin acabar de tener o descansando sin dejar de andar. ¡No son posturas para un sofá! ¡Oiga, siéntese bien o levántese de ahí! ¡Pero decídase!

Mejor sentarse, efectivamente; pero no el el sofá, sino en la silla, en el banco de la Iglesia, frente al Santísimo, y hacer balance. Así nos lo dice el Señor en el Evangelio de hoy: siéntate a calcular si tienes bastante para construir esa casa por la que suspiras; siéntate a deliberar si puedes vencer esa batalla a la que te has lanzado: «El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío»… ¿No ves que tienes que soltar lastre, que llevas demasiada carga, que no has acabado de renunciar a todo? ¡Por eso lo pasas tan rematadamente mal! Siéntate, mira fijamente al Señor, y clava de una vez ese pie que has desclavado del Madero, porque sino no podrás llegar al final; levántalo del sofá, descálzalo, y reúnelo con el otro, en su sitio… Dile al Señor, una vez más, y con toda tu alma, que ya no quieres nada en este mundo sino seguir sus pasos, por ese camino empinado y maravilloso del Calvario… Y, como María, abrázate del todo a la Cruz… Ahora puedes; duele, pesa, pero es menos incómodo, porque te invadirá una gran paz.