1M 2, 15-29; Salm 49, 1-6.14-15; Lucas 19, 41-44

La lectura del primer libro de los Macabeos que venimos leyendo estos días es de una tremenda actualidad. El pueblo de Israel había sido ocupado por una potencia extranjera que imponía su cultura pagana. Al mismo tiempo que extendían las nuevas costumbres destruían la fe en el Dios de Abraham. Fijémonos en el método, que podemos fácilmente reconocer en nuestros días. Primero intentan corromper las costumbres. Después martirizan a los que se resisten. Pero se encuentran con que la fe de aquellos hombres era mayor de lo que habían previsto. Esta es una de las cosas que tenemos a favor y es que ellos ignoran el poder de la gracia. Como piensan humanamente desconocen de que manera la fe puede transformar a una persona. Ni siquiera han escarmentado con el reguero de sangre que han dejado los mártires de toda la historia de la Iglesia. En su necedad no ven que el Señor bendice a los que le son fieles en sus hijos y descendientes. Lo que decía Tertuliano: “la sangre de los mártires es semilla de cristianos”.

Pero los funcionarios reales que sometían al pueblo de Dios parece que intuyeron algo. Por eso cambiaron de táctica y lo que intentaron es corromper a Matatías. Buscaban el camino del escándalo. Hemos de rezar para que ninguna autoridad de la Iglesia ni nosotros mismos caigamos nunca en una trampa de ese calibre. Es terrible. Poder librarse de la persecución con una pequeña farsa. Le prometen oro, pero el prefiere a Dios. Hay que rezar, porque no somos tan fuertes. San Pablo advierte que el que se sienta seguro vigile no vaya a caer. Nuestros tiempos no son nada fáciles. Cada día se complican un poco más. Al margen de que sepamos que hay que hacer muchas cosas hay una que es ineludible y es rezar. Ya lo dijo el Señor: “Velad y orar para no caer en tentación”.

El Evangelio es bien explícito. Jesús se dirige a Jerusalén, que en el año 70 será arrasada por las legiones romanas al mando del general Tito. Jerusalén era entonces una ciudad bastante digna con un portentoso templo que admiraban todos sus ciudadanos. Es más, estaban orgullosos de él. Parecería que una obra de aquel calibre no podía sucumbir nunca. Y Jesús, que nota que están en otras cosas y han perdido de vista lo esencial, dice llorando (con lágrimas, que hay que fijarse en cada palabra del Evangelio, que no hay tantas pero todas están por algo): “¡Si al menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz!”. Jerusalén, sus habitantes y sus autoridades, no reconocieron al Mesías que venía a liberarlos. La destrucción posterior de la ciudad es signo no sólo de la caducidad de la Antigua Ley, sino también del destino de todos los que no reconocen a Jesús. Al final son asediados. Se sienten seguros pero están en extrema debilidad.

Reconocer a Jesús también hoy. ¿Dónde? En la Iglesia. Amándola con pasión, queriendo a sus pastores, devorando el magisterio. El Catecismo hay que sabérselo de memoria. Reconocer a Jesús en la Eucaristía. Adorándolo en el sagrario. Saboreándolo en la comunión, que a veces comulgamos con una indiferencia que da pena, y ni siquiera le damos un escueto gracias. Reconociéndolo a nuestro lado en todas partes. Si obramos así, como Dios nunca nos abandona, aunque se repitan situaciones tan difíciles como las que afrontaron los Macabeos, no faltarán muchos como Matatías que darán testimonio de Dios.