Da 1,1-6.8-20; Da 3,52-56; Lu 21,1-4

¿Que nos dice Jesús?, ¿que lo echemos todo?, ¿que, dándonos por entero y entregando todo lo que tenemos, vivamos de limosna, de la caridad que el mismo Señor nos dona? Bueno, dirá alguno, no exageremos, eso lo dice Jesús en un momento de emoción al ver cómo la pobre viuda introduce en el cepillo del templo los dos reales que tenía; mas no nos extralimitemos en lo que ese comentario al pasar quiere significar para nosotros. ¿Seguro? Estamos celebrando la liturgia de los últimos días, se nos termina el año, se nos termina la vida, ¿y todavía andaremos con estas racaneces? ¿No comprenderemos que Jesús nos lo pide todo, si es que queremos seguirle, para dárnoslo todo cuando le sigamos, si es que, de verdad, le seguimos? ¿No se nos dio él por entero en la terrible desnudez de la cruz? ¿Nos guardaremos nosotros los dos reales? Sí, ya sé que me dirás: no, cuidado, no hay que echar en las arcas del rico templo, donde después sacerdotes y levitas recuentan sus posesiones. ¡Piensa en los últimos días!

Que tus días, y los míos, sean como los de Daniel, Ananías, Misael y Azarías, quienes vivían en medio de las riquezas del rey, pero conservaban la pureza de su corazón y de sus costumbres, cualesquiera que pudieran ser sus consecuencias. Dirás: pero esto nada tienen que ver con lo de echar o no los dos reales en el cepillo del templo. En ambos casos es una entrega de todo; del todo. Es un vivir ya ahora, desde ahora ya, los tiempos finales, dejándose por entero en las manos del Señor. Porque ahí está la cuestión: dejarse llevar, dejarse hacer. Que todo quede en sus manos. San Pablo nos dijo que nos hiciéramos esclavos de Dios, no del pecado y de la muerte. Aunque la palabra esclavo nos chirría —quizá porque todavía no hemos comprendido la expresión de María, nuestra Madre: he aquí la esclava del Señor—, la cuestión está en ponerse de su lado. Que nuestra vida y nuestras posesiones queden disponibles para él. Cuando esto ocurra, veremos con sorpresa cómo nos acontece lo mismo que a Daniel y sus amigos, quienes, no banqueteando de la mesa del rey, sino comiendo legumbres y bebiendo agua, tenían rostros resplandecientes.

Dirás, quizá, bueno, no exageremos, todavía queda mucho para llegar a esos tiempos finales. Incluso sabemos de qué modo el alejamiento de la Parusía, de la segunda venida del Señor, fue constitutivo de las entrañas mismas del Nuevo Testamento. Debemos acostumbrarnos a vivir nuestro seguimiento de Jesús a lo largo del tiempo, en nuestra propia temporalidad, dando testimonio a lo largo de días, años, siglos. Sabemos que ahí se nos muestra la paciencia del Señor para con nosotros, quien busca, por esa inmensa perseverancia, que nos salvemos. La cruz de Cristo es paciente con nosotros; tiene esperanza de nosotros. Es verdad que vivimos en un tiempo de espera que se nos alarga, que se nos hace tiempo de salvación. Pero ¿de verdad que no tiene ningún significado para nosotros la viuda que da al Señor todo lo que tiene? Porque ella lo sabía muy bien: daba sus dos reales al Señor. Se daba por entero a él. Su vida, a partir de ese momento, estaba en sus manos. Era, ella también, esclava del Señor. No una mujer de posibles, pues sólo tenía dos reales; pero con ellos, dando todo lo que tenía, ofrendaba todo su ser. Y el Señor nos lo hace notar.