«…declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los fieles…» (Pío IX, Bula Ineffabilis Deus, 8 de diciembre de 1854). Así declara la Iglesia el dogma de la Inmacuada Concepción de María. “Por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente”, para el cual cada uno somos cada uno, y a María le tenía reservada de manera especial esta gracia. Gracia que no anulaba para nada su libertad. Y nosotros nacemos con pecado original. Pecado que no anula para nada nuestra libertad.
Tal vez el día de hoy puede ser propicio para rezar sobre la realidad del pecado de la mano de María. “Después que Adán comió del árbol, el Señor llamó al hombre: -«¿Dónde estás?» Él contestó: -«Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo y me escondí.» El Señor le replicó: -« ¿Quién te informó de que estabas desnudo? ¿Es que has comido del árbol del que te prohibí comer?»” Dios, a pesar de que no le hacía falta un informe del hombre para saber que había pecado, vuelve a estar con él. Pero son Adan y Eva los que se esconden de Dios. El “estar desnudos” podríamos interpretarlo como la vergüenza de no ser ya “imagen de Dios”. Por este texto hemos interpretado muchas veces el pecado como transgresión, como saltarse una norma impuesta. Pero transgredir nos gusta, el que nos pongan normas parece que nos coarta la libertad. Por eso prefiero interpretar la realidad del pecado más que como transgresión, como desfiguración. El pecado rompe lo que somos: “Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya.”
No existe la lucha entre el bien y el mal. Dios ya ha vencido y en este tiempo de adviento esperamos su vuelta. No esperamos el resultado de una batalla, expectantes a ver hacia dónde se inclina la balanza. Dios no lucha batallas, el vence. Nosotros somos imagen de Dios, imagen de Cristo desde nuestro bautismo y, por eso, el pecado es desfiguración, deformación y lleva a la tristeza. El pecado nunca es descanso, nunca nos permite ser auténticos ni nos consuela. Sólo da frutos de amargura, de tristeza, de inquietud de corazón y de desconcierto.
Por eso de la mano de María descubrimos la verdad de nuestra vida. Juan Pablo II nos pudo decir en su carta apostólica sobre el rosario: “Quien contempla a Cristo recorriendo las etapas de su vida, descubre también en Él la verdad sobre el hombre. Ésta es la gran afirmación del Concilio Vaticano II, que tantas veces he hecho objeto de mi magisterio, a partir de la Carta Encíclica Redemptor hominis: «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado».” Quien está con María descubre la belleza del hombre, la belleza de la gracia, la verdad de Dios con nosotros. Contemplar hoy a María es contemplar a ese Dios que no nos da la espalda, aunque nosotros se la demos a Él. A ese Dios que quiere seguir haciendo en nosotros esa maravilla del hombre creado a imagen de Dios y que nos llama, por su misericordia, a participar de su gloria con nuestra Madre la Virgen y todos los santos.