Ayer, cuando me sentaba a escribir este comentario, vinieron a pedirme ir a visitar a una enferma. De lo poco que he aprendido siendo sacerdote (no porque se aprenda poco, sino porque yo soy muy torpe), es que a los enfermos no hay que hacerlos esperar, así que dejé el ordenador y me fui al hospital. ¿Era una urgencia urgente? Pues no estaba agonizando la mujer, estaba bastante lúcida, pero le debía la visita y el llevarle la Sagrada Comunión. En ocasiones nos dejamos llevar por lo inmediato y olvidamos lo importante. A veces queremos apurar hasta el último momento y entonces llegamos tarde. Lo importante hay que hacerlo, lo que en ocasiones se nos presenta como importantísimo hay que dejarlo esperar un poco más. Para distinguir lo importante de lo urgente no hay reglas demasiado estrictas, pero tal vez una pueda ser esta: Lo importante se refiere a Dios o a los demás por Dios, lo urgente suele referirse a nosotros mismos (aunque se oculte bajo las capas del trabajo, de una gestión o de un sentimiento). El ejemplo de ayer: me parecía urgente escribir este comentario (para no quedar mal otro día escribiendo tarde el comentario o tener que escribirlo muy temprano), pero lo importante era ir a ver a esa enferma. Hoy, cuando hago lo que era tan importante no funciona el servidor donde colgamos los comentarios, así que una vez escrito dormirá en mi disco duro hasta que pueda colgarlo. En el fondo no era tan urgente, y ustedes me disculparán.
“Juan envío a dos de sus discípulos a preguntar al Señor: ¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?” Siempre me ha asombrado esta parsimonia de Juan. Cuando el resto de Israel esperaba al Mesías, que ya llegaría algún día, y se dedicaba a las cosas urgentes; Juan estaba convencido de lo importante: la salvación de Dios se daría en sus días. Tal vez no fuese Jesús, pero estaba cerca. Juan tenía la promesa del Señor y se fía plenamente de ella, aunque no supiese distinguir los signos de su cumplimiento. No duda que está haciendo lo que Dos quiere, aunque no vea los frutos. Nosotros en ocasiones dedicamos mucho tiempo de nuestra vida a descubrir si estamos haciendo lo que Dios quiere o no, buscamos signos, señales, datos que ratifiquen nuestra elección. Cuantas veces me he encontrado con sacerdotes que han dejado el ministerio porque no “se sienten realizados”, matrimonios que dejan su vida común por unas cuantas decepciones, etc., etc. Buscamos los frutos, no la llamada. Confiar en Dios implica el saber que muchas veces vendrán dudas, malos momentos y fatigas. Cuando eso ocurre no hay que agobiarse pensando si esa es mi vocación o si me he equivocado. En el fondo eso es pensar que Dios nos quería para algo y al no hacerlo estamos equivocados (o Dios se equivocó al llamarnos). Pero Dios no nos quiere para nada, nos quiere porque nos quiere. Cuando hay crisis vocacionales lo que no hay que dudar es de la llamada que un día recibiste, ni Dios se equivocó al llamarte ni tú al contestar que sí. Lo que hay que hacer es pedirle a Dios que sigamos adelante sin esperar signos ni señales, con la certeza que Él nos mostrará (o no) lo que hace por nuestro medio cuando le venga en gana. Por eso esperar, en cristiano, es vivir. Vivir de fe y de confianza.
“Dichoso el que no se escandalice de mí.” Dejemos los tiempos a Dios, mientras tanto nosotros hagamos lo que tenemos que hacer, como María que fue corriendo a ver a su prima Isabel.