Mi 3,1-4.23-24; Salm 24,4-5.8-10.14; Lucas 1, 57-66

El Evangelio de hoy me ha llevado a pensar en el hecho de que cuando nos bautizan nos imponen un nombre, que habitualmente recoge una advocación mariana o se refiere a un santo o a un misterio de la vida de Jesucristo.

Se sorprenden los vecinos de Zacarías e Isabel de que el recién nacido vaya a llamarse Juan cuando nadie de la familia lleva ese nombre. Pero el niño ha de llevar un nombre inspirado por Dios. Juan va a preparar la manifestación pública del Mesías y toda su persona va a consagrarse a ello. De ahí que el nombre le venga dado de lo alto. Su nombre indica su dedicación a la misión divina.

También nosotros, cuando fuimos bautizados, recibimos un nombre que estaba vinculado a la historia de la santidad que se inició con el nacimiento del Hijo de Dios. El Verbo se ha hecho carne por cada uno de nosotros y nos ama personalmente. En de ese designio divino entra la vida de cada uno de nosotros.

Por otra parte, le gente se preguntaba “¿Qué va a ser de este niño?”. Esa pregunta es la que podemos formularnos sobre cada persona que viene al mundo. Es la preocupación que sienten los padres por cada uno de sus hijos. Se plantean su futuro, que esté bien, si será feliz… Pero, en la pregunta de los vecinos de Zacarías e Isabel, se nos muestra otro aspecto. Todos los signos que acompañan la gestación y el nacimiento de Juan señalan a algo misterioso y maravilloso. Intuyen que detrás está una mano invisible, quizás la de Dios. Por eso la pregunta no se cierra al horizonte de lo humanamente esperable, sino que se abre a posibilidades más grandes.

En la vida de Juan, como en la de cada uno de nosotros, hay un designio de Dios. No estamos sólo llamados a una realización profesional ni a pasar mejor o peor esta vida. Dios se hace hombre y nos abre a la vida eterna. Nuestro nombre dice algo en el cielo. Es pronunciado por Dios, que nos conoce tal como somos y nos ama. Algunos místicos han experimentado ese hecho de una manera profunda, como santa Teresa, que sintió como el Señor le decía “soy el Jesús de Teresa”, o el padre Bernardo de Hoyos, que será próximamente beatificado.

Cada uno de nosotros es del Señor, como lo fue Juan, en una vida nueva que se ofrece en la Encarnación. De ahí que el hijo de Zacarías se consagre de una manera especial. A dar toda nuestra vida al Señor estamos llamados también cada uno de nosotros. Hemos de escuchar lo que Dios nos quiere decir y pedirle la fuerza para cumplirlo. Juan fue santificado en el vientre de Isabel y nosotros hemos recibido la gracia de la filiación divina por el bautismo.