Si nos fijamos en los relatos evangélicos del nacimiento encontramos que todos van de camino. Dios recorre la distancia entre la eternidad y el tiempo por la Encarnación. María y José han de ir de Nazaret a Belén y aún después, ya con el Niño, deben huir a Egipto. Los pastores dejan sus rebaños al raso para correr al portal y los sabios de Oriente abandonan sus países para encontrarse con el Rey de la gloria. Sólo hay un personaje que permanece quieto y no quiere dar un paso: Herodes.

Sabemos poco de los niños que murieron bajo la espada de aquel gobernante cruel, pero de él conocemos más detalles. Herodes quiere saber, pero no quiere cambiar. Tiene gente que investiga las profecías pero su único afán es que estas no se cumplan. Encontramos en él una resistencia inaudita a la gracia. Podía obtener la salvación pero renuncia a ella. Su vida se resume en un deseo de que nada cambie. Su vida demuestra que no era feliz y signo de ello era la crueldad que siempre mostró. Temió acercarse al Niño pequeño de Belén porque temía lo que iba a perder y nunca consideró todo lo que podía ganar. Pero él no estaba dispuesto a dar nada. En ese deseo por asegurar su situación decidió eliminar a todos los niños de Belén. Porque también nuestra vida, cuando no camina hacia el Señor, siempre termina haciendo el mal. Vivir contra Dios no conduce a la simple indiferencia. Sin llegar a la maldad de Herodes podemos cometer otras faltas. Todo por no querer movernos hacia el Salvador.

Por otra parte, la Iglesia al celebrar la fiesta de los santos inocentes, esos mártires que confesaron a Jesucristo antes de saber hablar, nos coloca en la perspectiva del triunfo del Señor sobre el mal de este mundo. Ello no nos quita el dolor. El Evangelio es plenamente consciente de esa realidad y negarla sería olvidar nuestra condición humana y atentar contra el amor hacia nuestros seres más queridos. El dolor humano no desparece. Pero podemos situarlo en una visión más grande, junto a Dios.

Hay quienes desean destruir el Amor, pero este es más grande y aunque a veces pueda parecer lo contrario, se acaba imponiendo. La inocencia de aquellos niños nos invita, como hace el Apóstol e la primera lectura, a querer guardar nuestros corazones puros. Desde la limpieza de corazón se advierte como el mal no tiene la última palabra y se descubre el amor de Dios que no deja de acompañar a todos los que sufren.

Pidamos a los santos Inocentes que nos ayuden a abandonar nuestra vida cómoda y regalada y nos acompañen en el camino hacia Belén. Jesús trae la salvación. A ella se opone el mal de este mundo. Su Amor es más grande y triunfa, pero mientras son muchos los que sufren. Jesús nos llama a consolarlos haciéndoles partícipes del amor que el mismo nos trae.