1Ju 3,11-21; Sal 99; Ju 1,43-51

¿Que nos odie?, ¿y por qué? Sólo hay una razón: por seguirle. Su palabra hacia nosotros es única. Sígueme. Y, junto a los apóstoles, le seguimos. Nos encontró, también, quizá, debajo de una higuera. Nos miró. Se dirigió a nosotros; veníamos acompañados de alguien que antes de nosotros había tomado ya la decisión de seguirle. Nos conoce. Descubre lo que somos, nuestras cavilaciones, nuestros anhelos; sabe que buscamos, mas sin percibir ni qué ni a quién. Antes, nuestros amigos nos han dicho: lo hemos encontrado. ¿De Nazaret puede venir algo bueno? De nuevo se pronuncian esas palabras maravillosas; pero ahora nos las dicen los apóstoles; las decimos nosotros a nuestros amigos. Ven y verás. Y fuimos y vimos. No vimos ningún qué, nada que fuera imperio o gaseosidad de superhombres con superpoderes. Nos encontramos desnudamente con una persona: Jesús de Nazaret. ¿Por qué de Nazaret? ¿No es alguien demasiado al modo de nosotros mismos?, siendo así, como es obvio, ¿qué novedad puede ofrecernos? Es Jesús quien nos ve acercarnos a él. Descubre al punto quiénes somos y de dónde procedemos. ¿De qué me conoces? La sorpresa nos embarga: ¿cómo es posible que me conozca desde antes, cuando estaba bajo la higuera en mis historias y cavilaciones? ¿Qué representa la higuera? No importa; es, simplemente, el lugar espiritual en donde estábamos. Esperábamos, sin saber ni qué ni a quién. Tú eres el Hijo de Dios, el Rey del Universo. Curioso que, en un de pronto, ante su mirada, comprendamos quién se nos ha acercado, a quién hemos visto. Porque fuimos y vimos. Apenas nada: todo ha quedado en la profundidad de la mirada que nos llega hasta el hondón de nosotros mismos. Y, al punto, nuestra vida cambia para siempre. Seguir el camino, pues llegará un día en que le veremos tal cual es. El cielo se abrirá y los ángeles de Dios subirán y bajarán sobre Jesús. En un momento, encontrándonos con él, llevados de la mano de nuestros amigos los apóstoles, descubrimos de quién es la profundidad de esa mirada. Venid y ved.

Entremos en su presencia, aclamando al Señor con alegría. Pues él es Dios. Nos hizo y somos suyos. Somos su pueblo y ovejas de su rebaño. Entraremos por las puertas de su Iglesia con acción de gracias. Porque el Señor es bueno y su misericordia con nosotros es eterna.

¿Como será todo esto? Amándonos unos a otros. Ese es el mensaje. Esa es su palabra. Ahí está la profundidad de su mirada. Verle a él, irse con él, es estar con los hermanos y buscar que todos sean hermanos. Hermanos y hermanas en el mismo amor. Un amor que genera obras de misericordia. No os sorprenda, pues, que el mundo os odie. Si al menos quedáramos encerrados en nuestra pequeña sacristía cantando aleluyas; pero sin molestar a nadie, sin querer mostrar a otros, a todos, que ese es el camino, que ahí se da el amor. Permaneceríamos en verdad muertos; pero el mundo nos soportaría. No muy bien, pero nos dejaría estar. Mas él dio su vida por nosotros, y, por eso, arrastrados por su ejemplo, llenos de su mirada, alentados por su palabra obediente al Padre, también nosotros daremos nuestra vida por los hermanos. ¿O no? ¿Nos cerraremos a ellos?, ¿seremos homicidas, como Caín? ¿Taponaremos nuestro corazón a su grito menesteroso? ¿Amaremos de palabra y de boca? Quien tiene la mirada de Jesús en lo profundo de su ser, amará de verdad y con obras.