1Ju 3,22-4,6; Sal 2; Mt 4,12-17.23-25

Guardar sus mandamientos y hacer lo que le agrada. ¿A quién? A Dios, porque, con dicha condición, cuanto pedimos lo recibimos de él. Muy bien. ¿Cuál es ese mandamiento? Único, sí, pero, como siempre, tiene dos caras: creer y amar. Creer en el nombre de su Hijo Jesucristo y amarnos unos a otros. ¿Creer en el nombre?, ¿qué significa esto? Creer en él en todo lo que es. Creer en la completud de su ser. Poner la confianza total de lo que somos en él, sabiendo que en él se nos da Dios por entero, de modo que él permanezca en nosotros y nosotros en él. Abramos las puertas al Señor que viene a habitar en lo profundo de lo que somos con el Espíritu que nos da. Divino comercio.

Pero, cuidado, ¿qué espíritus vienen a nosotros y les damos cabida? La condición del Espíritu es clara: confesar a Jesucristo venido en carne. Todo espíritu que confiese a Jesús es de Dios. El que no lo hace, es del anticristo, quien ronda por el mundo buscando devorarnos cuando pongamos nuestra confianza en alguien distinto al enviado por Dios. Nosotros somos de Dios. Nuestra palabra es de él. Quien conoce a Dios, por tanto, nos escucha. Pero quien no es de él, no nos escucha.

Creer. Fe. Una vez más, ahí está el quicio de la cuestión. Confesar a Jesucristo venido en carne. Nada de una filosofía doctrinaria y expansiva hacia cielos infecundos o de encerramientos en una burbuja ilusoria que nos metan por caminos de pensamientos abstractos o de apartamiento en nosotros mismos y en los nuestros. Creer en Jesús y amarnos unos a otros. Ya veis, cosa centrada por demás. Sorprende la concreción de la carta de Juan. Porque hubiéramos podido quedarnos dando vueltas a extraños conocimientos, raras fabulaciones y cielos fecundados. Pues no, cuidado, creer en Jesús y amarnos unos a otros. Nada más. Nada menos.

¿Jesús?, ¿y quién es Jesús? Cuando nos hacemos esta pregunta, la Iglesia nos pone delante un libro. No porque la tinta de sus letras baje del cielo, sino porque en él la Palabra de Dios se nos dona en su protagonista: Jesús, el hijo de María. A quien estos días hemos contemplado nacer en Belén. A quien hoy vemos retirado en Galilea al enterarse de que habían arrestado a Juan. Hoy le vemos establecerse en Cafarnaúm, junto al lago. ¿Por qué allá? Para que se cumpliera la profecía de Isaías. En Jesús se cumplen las Escrituras, el AT; vamos a verlo página a página de este escrito, el NT, que de él nos habla. En las tinieblas, el pueblo ve, vemos, una gran luz. Y esa luz que nos está brillando es Jesús. Vamos a él. Veamos dónde vive. Sigamos sus pasos. Lleguemos hasta el final de su recorrido. Seamos de los suyos. Con la certeza fiel de que su mirada se posará sobre nosotros, llegándonos hasta lo más profundo de nuestro corazón. Y, con la ayuda de su Espíritu le seguiremos para siempre, aunque, seguramente, a trancas y barrancas.

Recorre nuestra tierra enseñando y proclamando. ¿Qué? El Evangelio del Reino. ¿Cuál es este Evangelio? En su seguimiento, lo iremos viendo. Hoy lo tenemos curando enfermedades y dolencias de las gentes de su pueblo. No predica abstracciones. No tiene gestos de ampuloso imperio. Nos toma donde estamos: en nuestros enajenamientos, obscuridades, sufrimientos, indecisiones, paradojas, pecados. Alcanzándonos en nuestra personalidad individual, tal como somos. Sus gestos y palabras son de carne. Carne de Dios.