1Ju 4,7-10; Sal 71: Mc 6,34-44

¿Podríamos decir mejor sobre Dios? Mas, cuidado, no se trata de un amor abstracto, sin fundamento; una mera definición del amor que trasladaríamos a Dios. Hay dos signos que nos lo muestran. Fue Dios quien nos amó primero. Y mostró su amor enviándonos a su Hijo. Lo envió al mundo, hecho hombre como nosotros, en el resplandor de su carne de niño, hijo de María, carne de Dios, pero, ¿cómo lo olvidaríamos?, carne de cruz, para que vivamos por medio de él. La enteridad de nuestra vida se nos da en él y con él. Podemos engañarnos, podemos dejarnos dominar por otros espíritus y no llenarnos de su Espíritu, es verdad, tal es siempre una peligrosa posibilidad inminente para nosotros; pero, por él, Dios nos dona su vida de amor. Él, Jesús, el Cristo, es el quicio de nuestra vida, la piedra basal, el amor de ella. Por eso nos podemos amar unos a otros, porque nos dona ese amor que es de Dios, no nuestro. Hemos nacido de Dios y por eso amamos. Todo el que ama ha nacido de Dios. Porque Dios es amor. El amor siempre procede de él y a nosotros se nos da como vida de nuestros huesos, de nuestra carne.

Nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. La carta no es ilusa: sabe de nuestro pecado, el de ayer, el de hoy, ¿el de mañana? Pero está repleta de ilusión, pues también sabe que él es «[víctima de] expiación» (como traduce Manuel Iglesias) por nuestros pecados. Cordero pascual sacrificado en la cruz, del que comemos su carne y bebemos su sangre. Con su cruz, nuestros pecados nos son perdonados. Cabe ya en nosotros una vida de amor; pues el amor de Dios ha tomado posesión de nosotros. Por eso, podemos amarnos unos a otros con verdadero amor. Y todo vaso de agua dado al sediento, se lo damos, sin saberlo, al propio Jesús. Porque, en él, nuestro amor es amor de Dios, fuente de todo amor verdadero. Divino comercio.

Le serviremos por tanto, como nos señala el salmo, con un servicio de amor. El pasaje del evangelio de Marcos nos da una clave, quizá la más hermosa, de ese amor que ofrecemos a nuestros hermanos y a todo el mundo. ¿Qué les brindamos?

Multitud que anda como ovejas sin pastor, sin comida, en despoblado, mareados por su propio no saber, buscando en la pura desorientación. Nos dan lástima también a nosotros. Nos acercamos a Jesús, y él, como tantas veces, nos deja estupefactos. Dadles vosotros de comer. Orientadles. Señaladles el camino del amor de Dios. ¿Nosotros? ¿Cómo vamos a alcanzar todo lo que necesitaríamos para ese menester con nuestra pequeña bolsa, con nuestras ínfimas posibilidades? Dadles vosotros de comer. Porque también nosotros podemos distribuir ese pan; pan que viene del cielo. Ese pan es el mismo Jesús.
¿Quiénes, pues?, ¿somos nosotros quienes vamos a dar a Jesús a tantos que tienen infinita necesidad de él? Sí, nosotros. Jesús nos lo ha puesto en nuestras manos. El pan de la eucaristía. Su carne y su sangre que nosotros distribuimos en su Iglesia; porque él ha dejado este menester en nuestras manos. Ese pan que es verdadera comida y ese vino que es verdadera bebida. Que vienen derechos de la cruz: su carne está allá colgada, su sangre mana de la herida del costado. Ahí, precisamente ahí, se nos da prueba palpable del amor de Dios. Ahora sabemos bien en qué consiste ese amor.