1Ju 4,11-18; Sal 71; Mc 6,45-52

Desde que esas fueron las primeras palabras de Juan Pablo II cuando salió al balcón de San Pedro tras su sorprendente elección, nos hemos fijado en la cantidad de veces que Jesús lo afirma. Ánimo, soy yo, no tengáis miedo. Tiempos recios. Ventarrones contrarios. Cuesta infinito faenar en la pesca. Mas Jesús ha tenido la mala ocurrencia de retirarse al monte, dejándonos solos —¿abandonados?— en nuestro trabajo de remada en contra del viento. Marcos parece describir lo que hoy nos acontece. Pero, en mitad de la noche, se acerca a nosotros andando sobre el lago de nuestras angustias. Ay, que parece pasar de largo. ¿Se ha olvidado de nosotros, ahora que parecía arrimarse? Creímos que era un fantasma y gritamos en terrible sobresalto. Qué de veces lo pensamos nosotros, como hicieron antes los apóstoles. Pero, tras la acción y la palabra, nos hace ver que es él. Ánimo, soy yo, no tengáis miedo. Lo más emocionante de este acercarse a nosotros por el lago desde el monte de la oración, es que tenga esta afirmación imponente: soy yo. Él, por entero. En su carne. No una figura o un símbolo. En el colmo del estupor vemos que entra en la barca con nosotros: es él, y el viento amaina. Tampoco nosotros habíamos comprendido lo de los panes de ayer, porque somos torpes para entender. Qué relato misterioso. Él dice, como tú y yo decimos: soy yo.

La carta de Juan nos tiene acostumbrados a esa sucesión majestuosa de pequeñas frases que, sin embargo, se enraízan y abarquillan unas en otras para formar un tapiz que nos narra un panorama asombroso de quién es Jesús y de nuestras relaciones con él, lo cual nos lleva hasta el mismo centro del amor de Dios. Porque Dios es amor.

Frase condicional: nos debemos y podemos amarnos unos a otros, porque Dios nos amó de esta manera. A Dios nadie lo ha visto nunca, es verdad, pero, amándonos unos a otros, Dios permanece en nosotros, haciéndose visible de este modo. Más aún, cuando así acontece entre nosotros es su amor quien llega a su plenitud [el amor de Dios está en nosotros consumado, traduce Luis Alonso Schökel; caridad y amor de caridad traduce siempre Manuel Iglesias, quien, ahora, en vez de plenitud pone perfección]. ¿Nuestro amor concede al mismo Dios algo que antes no tenía, la plenitud de su amor, su perfección, su consumación, su compleción? ¿Os dais cuenta del papel tan asombroso que se nos ha concedido en esta narración? ¿Cómo es posible? ¿Habrá olvidado nuestra extrema fragilidad ante el pecado y la muerte? Alcancemos la afirmación siguiente, de otro modo lo malentenderíamos todo. Permanecemos en él y él en nosotros, pues nos ha dado su Espíritu. Esa consumación, perfección o plenitud del amor de Dios que se da en nosotros, se debe a su Espíritu. Está en nosotros. Aquella plenitud es cosa que tiene que ver con nosotros; con su Espíritu que vive en nosotros, por pura donación suya, con el envío gratuito de su Hijo. Y, así, nosotros hemos visto. Hemos visto el amor de Dios y damos testimonio de ello. Y ese testimonio del Espíritu que, por utilizar la expresión de Pablo, grita en nuestro interior: Abba (Padre), plenifica en nosotros el amor de Dios.

¿Cómo será esto? Confesando que Jesús es el Hijo de Dios. Hemos conocido el amor y hemos creído en él. Aquella plenitud es fruto de esta confianza; de nuestro vivir en-esperanza.
Todo pasa por la fe, ¿por qué tendremos miedo?