Is 42,1-4.6-7; Sal 28; Hch 10,34.38; Lu 3,15-16.21.22

Isaías siempre es majestuoso. Mirad a mi siervo, a mi elegido. ¿Dónde miraremos? El Espíritu está sobre él. Con una finalidad: que traiga el derecho a las naciones. Lo hará en debilidad, asombrosa debilidad, casi menesterosa; pero, no importa, no vacilará hasta implantar el derecho en la tierra. ¿Cómo podrá hacerlo? Yo el Señor, osa decirnos Isaías, te he tomado de la mano, te he formado y te he hecho alianza de un pueblo y luz de todas las naciones. ¿Quién es él, Señor, quién? Proclama su objetivo: los ciegos, los cautivos, los que viven en completa obscuridad. ¿Por qué estos, Señor? La lectura de Isaías siempre nos deja anhelantes, mirando las lejanías.

¿Será Juan el enviado? Él mismo lo niega. Viene detrás de mí. Ya llega. No nos bautizará con agua, buscando que nos convirtamos de nuestros pecados —¿cómo lo haríamos?—, sino con Espíritu. Con Espíritu de Dios.

Mirad, ya llega. ¿Quién? Jesús, que viene de Nazaret de Galilea. ¿A qué viene? Poniéndose a la cola, a que Juan lo bautice en el Jordán. ¿Termina todo ahí y se vuelve a su Galilea con el símbolo de la conversión de sus pecados, como todos los que estaban delante de él en la fila? No. Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo. ¿Quién lo vio? ¿Juan? ¿El propio Jesús? ¿Nosotros? Vio cómo se abría el cielo y al Espíritu que bajaba hacia él. ¿Por qué ponerlo con mayúscula? Porque baja el Espíritu de Dios. Vemos cómo el Espíritu está sobre él, tal como anunciaba Isaías. Se oyó una voz del cielo. La iniciativa viene de lo alto. Por boca de su profeta, el Señor Dios lo había anunciado: mi Siervo, mi Elegido. Y para que no quepa duda alguna pronuncia estas audibles palabras: Tú eres mi hijo amado, mi predilecto. ¿Quién oyó esas palabras? ¿Juan? ¿El propio Jesús? ¿Nosotros? La lectura del evangelio de Lucas nos las hace escuchar a nosotros. Él las ha convertido en palabras de lo alto para nosotros. Con ellas participamos de lo que aconteció junto al Jordán. Desde ahora el bautismo no es ya de lavamiento, de símbolo lleno de esfuerzos de la conversión de nuestros pecados. Es el Espíritu de Dios quien baja sobre Jesús de Nazaret en Galilea. ¿Baja a él ahora porque antes no estaba? No, baja a él para que el agua se convierta en signo del Espíritu que remueve nuestras aguas bautismales. Con él, ahora, mediante el agua, nos bautizamos en el fuego del Espíritu. Espíritu de Dios. Espíritu de Jesús.

El Señor bendice a su pueblo con este bautismo. Su voz está sobre las aguas. Aclamamos la gloria del Señor, porque se nos ha posado en ese Jesús que venía de Nazaret de Galilea para, con humildad, ponerse a la cola de ciegos, cautivos y pecadores. Nada hará que suponga poder; que suponga desvinculación de quienes, menesterosos que viven en completa negrura, buscan la conversión de sus pecados. Pueblo fiel. Pueblo elegido.

Dios no hace distinciones. Está claro. En Jesús —¿por qué esa insistencia en decir de dónde vino cuando se acercó al bautismo de Juan?—, ofrece, la salvación a todos. Hemos visto cómo le unge con la fuerza del Espíritu. Por eso, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo; porque Dios estaba con él. Ahora sabemos a dónde debemos mirar, mejor, a quién debemos mirar. Sabemos quién es el ungido, y con qué ha sido ungido.