Santos: Timoteo y Tito, obispos y discípulos de san Pablo; Teógenes, Marco, Teofrido, Auxilio y Atanasio, obispos; Simeón, anacoreta; Paula, Batildis, Notburga, viudas; Ansurio (Isauro) y Vimarasio, Gonzalo, Osario, Froaburga, Servando, Viliulfo, Pelayo, Alfonso, obispos; Gabriel de Jerusalén, Amón, Notburga, confesores; Alberico, Ammón, abades; Teoritgida, virgen

Las principales y más firmes fuentes para conocer sus vidas son los escritos neotestamentarios; de modo particular, los Hechos de los Apóstoles y las tres cartas canónicas, llamadas «pastorales» de las que uno y otro son destinatarios.

Ambos son discípulos del Apóstol de las Gentes, tomados por él para incorporarlos a su acción evangelizadora. Sus figuras son importantes; ayudan a conocer la evolución del episcopado a partir de los Apóstoles. Son como el eslabón de la cadena que une al obispo itinerante con el obispo sedentario que ya aparece con san Ignacio de Antioquía. Predican al Señor, celebran los misterios, atienden a las comunidades dispersas por un amplio territorio, ordenan presbíteros para atender a las distintas iglesias que comienzan a organizarse y se encargan de velar por la fe y las costumbres de los que se han bautizado para vivir según el espíritu que dejó el Señor.

De los dos, Timoteo es el discípulo predilecto. Una tradición venerable y antigua afirma que murió mártir en la persecución de Domiciano; pero el principal eco que resuena es el de discípulo fiel, compañero, colaborador y quasihijo de Pablo.

Nació en Asia Menor, en la provincia de Licaonia, cuya capital era Iconio. En el año 48, Pablo y Bernabé tuvieron que salir huyendo de allí, a pesar de que Pablo curara milagrosamente a un paralítico y se les llegara a confundir con los dioses Zeus y Apolo por los sacerdotes del templo pagano, que estuvieron a punto de ofrecerles un sacrificio; los judíos promovieron un tumulto, Pablo y Bernabé escaparon malheridos –contentos de haber sufrido persecución por Jesús– y llegaron a Listra donde conocieron a las piadosas judías Loida y a su hija Eunice, que estaba casada con un griego pagano y era la madre de Timoteo. Posiblemente, Pablo los bautizó en aquella ocasión, cuando hacía su primer viaje apostólico.

Durante el segundo viaje, Pablo pensó en Timoteo como un posible colaborador. Para hacer más eficaz el apostolado entre judíos, lo circuncidó, y, desde entonces, aparece ya como compañero leal e inseparable en las correrías por Frigia y Galacia; lo llevó también con él cuando pasó a Europa para predicar en Filipos, Berea y Atenas. Le encomendó varias misiones para atender a las iglesias ya fundadas, alguna de ellas, delicada, como la de Macedonia. Timoteo acompañó a Pablo en la primera prisión en Roma y le acompaña después de su puesta en libertad hasta que se le encargó de la atención de Éfeso y sus alrededores con amplios poderes de supervisión.

Desde Macedonia escribirá Pablo la primera carta al joven obispo pidiéndole que cuide su salud algo delicada y dándole excelentes consejos prácticos. La segunda carta se la escribirá desde Roma durante su segunda y definitiva prisión antes de su muerte, dejando desahogar su corazón de padre y haciéndole ver la soledad y abandono en que ha quedado.

De la vida posterior de Timoteo no sabemos gran cosa, salvo las afirmaciones de Eusebio; parece que continuó como de obispo en Éfeso con la autoridad propia de un metropolita actual sobre Asia Menor.

De Tito, tenemos menos datos. Es otro obispo-eslabón. Pablo mantiene con su discípulo contacto epistolar en el que le da instrucciones sobre las cualidades que debe prever tengan los futuros candidatos al orden sacerdotal para que su misión no sea restada por cargas personales, al tiempo que le orienta sobre las maneras prácticas de comportamiento con los fieles y el modo de actuar con aquellos que, ya cristianos, enseñan doctrinas no compatibles con lo que enseñó Jesús.

Fue uno de los discípulos más apreciados por Pablo; nació en el seno de una familia pagana y muy probablemente fue el mismo Apóstol quien lo convirtió a la fe. Pablo le confió misiones de importancia, entre las que cabe destacar el envío a Corinto, llevando desde Éfeso la carta llamada «de las lágrimas», para intentar pacificar a aquella comunidad inquieta y tan difícil que ya san Pablo daba por perdida para la fe; con un alarde de habilidad, tacto y paciencia supo reducirlos a la obediencia.

Obispo de Creta, lo tuvo bien difícil por el carácter levantisco y díscolo de los habitantes de la isla; pero lo que más le hizo sufrir fue el permanente acoso de los judeocristianos. De ahí la carta que Pablo le escribió para darle apoyo y las oportunas instrucciones.

Ambos fueron testigos del afán apostólico del infatigable Apóstol de las Gentes, los dos vieron sus sufrimientos en la cristianización del mundo, los dos le ayudaron en la tarea de extender el Evangelio, y los dos aprendieron de él la fidelidad. Por último, los dos constituyen un exponente de la sucesión apostólica en los primeros tiempos.