Mi parroquia está en un barrio de nueva construcción. Hay edificios, edificios y más edificios. En un solo bloque de casa caben tantos habitantes como en los cuatro pueblos de la sierra de los que era párroco hace unos años. De vez en cuando viene gente que me cuenta que ellos conocieron el terreno cuando eran unas viñas, cultivadas por los vecinos (ahora ricos vecinos) del barrio de al lado. Antes había viñas, ahora cuando una parcela está sin construir hay cardos y malas hierbas, nada más.
“Escuchad: Salió el sembrador a sembrar.” Hoy, en este breve comentario, me voy a quedar en esa frase simplemente. El sembrador salió a sembrar y ¿qué hubiera pasado si no hubiese salido? El mundo sería yermo, gris, lleno de malas hierbas. Tenemos la manía de atribuirnos muchas cosas, de hacernos creadores las criaturas, de adjudicarnos papeles que nos vienen dados. Ahora la sociedad vive en un “sin Dios”, relegándole a un papel secundario, intrascendente, privado. Al Señor que es el creador, el que plantó, regó e hizo florecer, el que trasciende todo y lo puede todo, el que se manifiesta en sus criaturas, a ese le queremos relegar a un segundo plano. ¿Qué sería un mundo sin Dios? Es fácil contestar: nada, no sería.
Muchos se empeñan en hacer un mundo sin la presencia de Dios y Él nos contesta como al rey David: “¿Eres tú quien me va a construir una casa para que habite en ella?” ¿Vamos nosotros a decidir cuál es el lugar de Dios en el mundo, en nuestra vida. No, la falta de realismo en la visión de la vida (no hay crisis económica, el feto no es un ser humano, a este la falta calidad de vida, la fe es algo privado y muchísimos más ejemplos), nos lleva a construir nuestro mundo. Pero ese es un mundo en el que nadie siembra buena semilla, es una tierra muerta y baldía.
Dejemos a Dios salir a sembrar (aunque no le dejemos va a salir, pero más vale que nos demos cuenta), y acojamos su acción y su Palabra con alegría. Tenemos que recuperar la sed de Dios y así saciar esa insatisfacción que no sabemos muchas veces de donde procede y procuramos ahogar con cosas, pero que sólo puede llenar Dios. No dejemos un mundo vacío. Cuando nos hablan del tan manido cambio climático (que frío hace en invierno y que calor en verano), siempre recurren al argumento del mundo que vamos a dejar a las futuras generaciones (de ricos, a los pobres que les zurzan). Pues a ricos y pobres no podemos dejarles un mundo sin Dios, sin fe, sin trascendencia, sin alegría. Y eso va a depender de ti y de mi. No podemos fiarnos de los encuentros políticos de oración politizada. Según cómo acojamos la buena semilla daremos buenos frutos, no para nosotros sino para la humanidad entera.
Nuestra Madre la Virgen es el modelo de buena tierra, de acoger la semilla hasta que se hace Hijo de Dios en sus entrañas. Pidámosle a ella que dejemos a Dios ser Dios y que siembre generosamente en el campo del mundo.