Sant 1,1-11; Sal 118; Mc 8,11-13

Pedir signos es querer poner a prueba a Jesús. Porque a él debemos aceptarlo así, a pelo. Tal como él viene a nosotros. No debe traernos seguridades y cartas de recomendación llenas de sellos de caucho y de firmas de jefes, secretarios y notarios, como si fueran nuestros diplomas. Al Señor se le alcanza cuando nos alcanza su compasión, Entonces viviremos. No se nos van a dar las certezas que pedimos. Pero ¿es que en algo de lo que hacemos o decimos, incluso de las leyes que enunciamos, por más que sean leyes científicas, se da esa certeza? ¿En algo de lo que somos o hacemos se va de certeza en certeza? Que idea más falsa y ridícula de la razón se da en ese pensamiento de pomposas certezas.

El salmo, en cambio, nos habla de sufrimiento. Antes de sufrir andábamos descarriados. Y es ahora, en el sufrir, cuando encontramos que el Señor es bueno y hace el bien. ¡Extraño lenguaje, extraña manera de ver las cosas! Me estuvo bien el sufrir, pues de esta manera aprendí a seguirle. El salmo nos dice que con ello aprendí sus mandamientos, mas estos no son leyes ni nada tienen que ver con argucias legales, sino que ellos son uno sólo: amar. Porque es la bondad del Señor la que nos consuela. Porque él es el camino, la verdad y la vida. Camino de amor. Seres de amorosidad que nos descubrimos como tales en el sufrimiento, ¡pasmosas palabras! De igual modo en el cáliz que él bebió encontró el amor del Padre, quien resucitándole tras la muerte en cruz le acoge en su regazo.

Los fariseos querían discutir para ponerlo a prueba. Por eso le pidieron signos. No comprendiendo que uno sólo era el signo: el del amor que se nos donó en el sufrimiento de la cruz. Pero ¿cómo iban a comprenderlo cuando estaban, quizá como también estamos nosotros, pendientes de cumplir la letra del amor, una mera palabra, y no lo que ella significa, felices, quizá, porque ya hemos llegado hasta la erre final?

Y Santiago no nos viene con mejores consuelos. Seremos muy dichosos cuando nos veamos asediados por toda clase de pruebas. Pero ¿cómo se puede poner a prueba nuestra fe cuando es tan delgada, frágil y sostenida de un hilo? ¿Cómo ella nos dará constancia?, ¿cómo, pues, llegaremos hasta el final? Ay, Señor, no lo entiendo. La fe, cosa tan nuestra, sólo nuestra, se pide. Pedimos con fe extrema que el Señor nos lo dé todo. Porque dejados a nuestro albur, todo son dudas, inseguridades, faltas decisivas de confianza. ¿Pediremos sabiduría pues nos vemos faltos de ella, como nos señala Santiago? Bien está. Pidámosla a Dios. Es él quien da con toda su inmensa generosidad. Sin nunca echarnos en cara nuestra fragilidad e inconstancia. Ay, pero lo tenemos que pedir con fe; sin titubear lo más mínimo.

Mas ¿dónde encontraré esa fuerza para la fe? En mí, por mucho que rebusque, no la tengo. ¿Cómo no he de titubear sacudido por el oleaje del mar y el viento impetuoso? Pero, entonces, nada vamos a recibir del Señor. ¿Será posible? ¿No es esto condenarnos a la pura desesperación? ¿Dónde encontraré la fortaleza de mi fe? Sólo cuando nos alcance su compasión viviremos, Señor, rezábamos con el salmo, repitiéndolo una y otra vez. Y su compasión se nos da en la cruz de Cristo a quien seguimos con su fuerza. Todo es cuestión de gracias, pues, también nuestra fe.