Sant 1,12.18; Sal 93; Mc 8,14-21

¿Podremos soportarla? De cierto que no. Si de nosotros depende, seguro que no. ¿Cómo, pues, el paradójico apóstol Santiago nos dice dichosos si la soportamos? Insiste en su insensatez: una vez aquilatados, recibiremos la corona prometida por el Señor a los que lo aman. Gracias que, ahora al final, podemos comenzar a comprender algo. Porque, amarle, si de eso se trata, malamente, pero sí lo amamos. ¿Podríamos no amarlo cuando somos, como él, seres amorosos? Es verdad que la tentación busca sólo una cosa, que nos desentendamos de ese amor. No porque él sea la fuente de nuestra tentación y nos manipule, sino porque tantas son las cosas que estiran de nosotros siguiendo nuestros deseos, que nos dejamos llevar; que no nos resistimos. ¿Qué?, ¿todo deseo nuestro será suasión de mal cuando nos dejamos seducir por nuestro propio deseo? No, nada de eso, pues en nuestra misma naturaleza, en la manera en la que somos esto que somos, seres de amorosidad, el deseo que nos conforma es siempre de más, de mejor, deseo de amor: deseo de Dios. Sin embargo, ese deseo nuestro que nos arrastra y estira de nosotros hacia abajo, concibe y da a luz el pecado. Fijaos, pues, de qué manera el pecado es cosa bien nuestra, solo nuestra; lo parimos cuando el deseo que nos subyuga no es deseo de Dios. Por tanto, no producto de nuestro ser de amorosidad, sino pingoneo sobre nosotros mismos, para quedarnos en nosotros y en los nuestros, cerrando toda puerta a Dios. Y el pecado engendra muerte. Mientras que el deseo de Dios, cuando nos abrimos a él, siguiendo lo que es nuestro ser más propio, cuando nos dejamos llenar de su amor, entonces se nos ofrece el don perfecto que viene de arriba. Que viene de él.

Dichoso, pues, el hombre que él educa. Al que enseña sus acciones y le da descanso en los años duros. Qué hermosura tan justa la del salmo: cuando parece que voy a tropezar, tu misericordia, Señor, me sostiene. Una misericordia que me llena de su amor. Y de esta manera, en Cristo, me hace como él. Se multiplicarán mis preocupaciones. Seguro. Hasta cubrirme por entero. Siempre pareciéndome que ya no podré resistir. Pero no, entonces, también con el salmo, podré decir: tus consuelos son mi delicia.

Pero no. Le amamos. Mal que bien, quizá, pero le amamos y guardamos su palabra. ¿Siempre? Si su palabra es de amor, entonces sí, Quizá sólo a nuestra manera. Malamente. Pero es que la fuente de todo es su amor, no tanto el que nosotros guardemos su palabra y, por eso, viene a nosotros su amor. Mi Padre lo amará, y vendremos a él.

Cuidado, pues, como nos enseña el evangelio de Marcos, con el pan que comemos. Porque la levadura con la que lo amasamos puede ser la de los fariseos, todavía peor, la de Herodes. Pobres apóstoles que tampoco entienden. ¿Cuántos cestos de sobras de pan recogisteis? Doce una vez. Siete otra. Números de plenitud. ¿Y no acabáis de entender? ¿Dónde esta ese pan bajado del cielo que sobra con tanta hartura? El pan que nos da el mismo Jesús. El pan de su carne. Tal es el pan que nos sirve para soportar la prueba. Pan que nos ayuda a sobrellevar la terrible desolación que sufrió Jesús a quien seguimos: muerte en cruz. No un sufrimiento que nos lleva al valle de la muerte para dejarnos yertos en él, pues, pasando por él, subió al seno del Padre.