Joel 2,12-18: Sal 50; 2Co 5,20-6,2

Porque esto es la Cuaresma, un tiempo de misericordia. Para soltar las cintas de nuestra faltriquera y mostrar compasión con los necesitados dándoles limosna. Mas, sobre todo, y como fuente de ella, tiempo de gracia que el Señor todavía nos concede. Por eso la ceniza. Ceniza de las palmas con que celebramos la procesión que abría la Semana Santa el domingo de Ramos. Signo de que buscamos de verdad, esta vez sí, nuestra conversión. Perdona, Señor, perdona a tu pueblo. Ven con nosotros, no sea que nuestros enemigos se rían jactándose: ¿donde está su Dios? Porque eres tú quien debes perdonarnos. Eres tu quien nos perdona. Hemos pecado contra ti, y hoy, junto a los próximos días que llenan este tiempo de Cuaresma, acudiremos a ti haciendo nuestra la oración del salmo. La rezó David, la rezaron nuestro padres, la rezamos también nosotros. Oración que el mimo Jesús hizo suya. En nuestro nombre, pero la hizo suya. Misterio de gracia. En todo igual a nosotros, menos en el pecado, mas él ayunó y fue al desierto. Para prepararse. Bueno, para que, al seguirle, nos preparáramos. Haremos camino de cruz. De su cruz. Junto a él. Siguiendo sus pasos. Hasta que, seguramente, como a sus apóstoles, también nos dé un temblor y le dejemos solo en el momento postrero. Justo el momento de nuestra salvación.

Misericordia, Señor, hemos pecado. Nuestro grito se dirige a ti. Sabemos de nuestra incapacidad; que en cuanto nos descuidemos, mejor, en cuanto te descuides de nosotros, te dejaremos solo, clavado en la cruz, donde está María, tu madre, y unas pocas mujeres, junto al apóstol que tanto querías. Haremos via crucis contigo, esperando no desfallecer al final, dejándote en la desnudez de la soledad. Por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lava del todo mi pecado. Sólo tú puedes hacerlo. Yo nada puedo, sino gritar mi propia desnudez. La desnudez de mi pecado que te dejó a ti desnudo en la cruz. No exagero, no, pues aunque todos los demás fueran santos, mi pecado te clavaría de igual manera en la cruz. Moriste por todos. También moriste por mi.

Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Me dicen, bah, a estas alturas vienes con eso del pecado. Sí, porque has venido y te he visto, y al verte, me he visto. Ahora sé quién soy. Ahora conozco mi pecado. Que digan lo que quieran, porque ahora sé de mí. Misericordia, Señor, porque he pecado. Formo parte de un pueblo, de una comunidad, de una Iglesia en la que abunda el pecado. Pero también sé que, como nos enseña de manera tan dulce el apóstol Pablo, donde abundó el pecado, sobreabundo la gracia. Porque tras reconocer nuestro pecado se abre ante nosotros ese camino que, sin dejar de ser la vía dolorosa de la cruz, es el camino por el que se nos regala como don la gracia. Camino, pues de misericordia.

Qué más da lo que me digan, lo que nos digan, pues sabemos que la misericordia del Señor nos redime. En su cruz nos redime. Hoy, yendo al desierto, vamos a contemplar estos misterios. El increíble misterio del amor de Dios a nosotros en Cristo Jesús. Un amor que, dándosenos en entera libertad, lleva a nuestra plenitud eso que somos por naturaleza, seres de amorosidad. Creaturas de Dios y creaturas de su amor. Aunque en medio se haya introducido el pecado, ¡y de qué manera!, porque él nos lava de todo delito.