Dt 26,4-10; Sal 90; Rom 10,8-13; Lu 4,1-13

Sorprende en extremo que Jesús fuera tentado. Pensamos de él que está por encima de toda tentación. Mas en todo igual a nosotros, menos en el pecado. Porque la tentación es cosa nuestra y bien nuestra. Busca hacer que nuestro deseo se aleje de Dios y vaya por derroteros en los que, engañados, seremos como dioses. Si eres Dios las piedras se convertirán en pan. Si te arrodillas ante mí, todo será tuyo. Si te tiras de lo alto del alero del templo, los ángeles te sostendrán ante la estupefacción de todos. Tentaciones de poder: la fuerza está en ti. Porque tú, todo lo puedes. No necesitas mendigar a ese que llamas tu Padre. Te vales por ti mismo. Serás como Dios.

Qué bien sabe el diablo encontrarnos el lugar por donde ha de entrar la tentación en nosotros con mayor seguridad y eficaz. Seréis como dioses. Completadas las tentaciones, el demonio se marchó hasta otra ocasión. ¿Cuál? Sin duda, el camino de cruz. La tentación es congénita con nuestro ser: intentar conseguir que nuestro deseo, nuestra imaginación y nuestra razón se pongan al servicio no del “hechos a su imagen y semejanza”, sino al del “seréis como dioses”. Mas, no lo olvidemos, Jesús nos enseña la oración en la que terminamos pidiendo a nuestro Padre Dios que no nos deje caer en la tentación, sino que nos libre del maligno.
La fe es la respuesta eficaz y el antídoto seguro para la tentación, como nos enseña la lectura de Romanos. Profesar con los labios y creer con el corazón. El centro es la afirmación de que Jesús es el Señor. Es verdad que, para pasmo y espanto nuestro, murió clavado en la cruz, pero ahí, precisamente ahí resplandece la señoría de Jesús. Dios lo resucito de entre los muertos. Nuestro corazón lo cree. ¿Significa que sea esto, sin más una calentura de nuestro corazón enardecido, pero que tras ello no hay ninguna realidad? Si fuera así, todo sería una pamplina. Una mera imaginación. Un deseo de irrealidades. Una razón de irracionalidades. Amparados en la realidad de la resurrección, volvemos, cerrando el círculo, pues por la fe del corazón llegamos a la justificación, y por la profesión de los labios, a la salvación.

No vivimos de imaginaciones, sino de realidades. De otro modo no estaríamos justificados. No viviríamos de la gracia. No se nos donaría la misericordia. No habría ninguna realidad de Dios. Incluso nuestro corazón y nuestra palabra serían apenas si nada más que un vahído, una pataleta de niños descompuestos. Mas conocemos nuestro deseo. Deseo de Dios.

La impertérrita razón cientificista que nos recome las composturas del corazón, la que se nos ofrece en los medios dominantes de la gente guapa, nos tienta. Todo nos lo ofrece con una condición. Que convirtamos estas piedras en pan. Que nos arrodillemos ante ella, adorándola, para que todo nos lo regale. Que nos tiremos del alero del templo, sostenidos por sus ángeles, para pasmo y confusión de todos.

La fe en el Señor que nos salva es la piedra angular de la construcción de nuestra realidad. Una fe que enrojece nuestro corazón con el calor de la vida. Que empuja nuestra imaginación hasta la realidad del Dios que se nos dona. Que aguza nuestra razón para que quedemos a las puertas de ese Dios Trinitario del que Jesús es el Hijo. Pero la fe no es una imaginación ni una conjunción de razones, aunque también, sino una apertura deseante.