1Pe 5,1-4; Sal 22; Mt 16.13-19

En medio de la Cuaresma la liturgia se fija en Pedro. Es el Señor nuestro pastor, pero también Pedro y los apóstoles son nuestros pastores, pues tienen un rebaño a su cargo. Así es la Iglesia. No una montonera de personas que hablan de Cristo, sino una comunidad que vive con él y de él. Una comunidad de palabra y de celebración. Una comunidad que está fundada sobre roca, y esa roca es Cristo. Pero una comunidad que responde a la pregunta de Jesús a sus discípulos: ¿Quién decís que soy yo? Pues esa pregunta es esencial. No nos podemos confundir. No nos imaginamos lo que para nosotros es nuestro Jesús. No es un lejano personaje, de cierto que fantástico, del que nos quedan algunos rastros y que nosotros construimos a nuestra conveniencia. Pero cuya realidad real se la damos nosotros. Jesús sería así lo que es para nosotros. Su ser sería relativo a nosotros. La suya, así, sería una verdad relativa a nosotros, a nuestra afirmación. Al final, un personaje que nosotros nos inventamos a nuestro albur.

¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre? Diversidad de opiniones, construidas según el beneplácito de cada uno. Pero Jesús no se queda ahí. Busca una confesión: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? No podemos decir cualquier cosa. Los discípulos no pueden afirmar lo que en ese momento les venga en gana, lo que entonces les mole. Han sido llamados. Han oído su voz. Le han seguido. Le han visto hablando de lo que va a sufrir. Le han seguido, aunque comprendiendo a penas nada de quién es en verdad ese Jesús al que ellos siguen.

Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Simón Pedro, una vez más, se hace portavoz de todos. Su respuesta es impetuosa, grande, desaforada. Quizá no más que una ilusión desquiciada. Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. ¿Sabía lo que decía? El arrebatado Pedro se sale de madre y adivina quién es Jesús. La suya no es una mirada ideológica, como la de los demonios, sino carnal. Sabe cuál es la carne de Jesús. Carne de Dios. Claro, todos lo somos, carne a su imagen y semejanza. Pero Pedro ha visto más. Se atreve a más. Mucho más. Ha visto lejos. El punto de llegada. Ve cómo en él se da cumplimiento el Antiguo Testamento. Adivina que en él, por él y con él todo lo tenemos ofrecido de parte de Dios. No sabe todavía de la cruz. Pero ha comprendido lo que es ponerse de parte de Dios. Porque Jesús, al que él sigue con tanto empeño, nos muestra a Dios, nos lleva a Dios. Dios que, ahora, es Padre Nuestro.

Misterio de Dios. Porque esas cosas no te las ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. La afirmación de Pedro, en nombre de comunión con todos los discípulos, es cosa de Dios en su carne, en su palabra, en su seguimiento, en su ministerio. No invento de persona genial. Revelación de Dios Padre. Por eso, él será, mejor, es piedra en quien Cristo edificará su Iglesia. Primero la Iglesia, signo de sacramento de salvación universal. Luego, también, la Iglesia, comunidad de los creyentes. Y Jesús le asegura a Pedro, y a nosotros con él: Y el poder del infierno no la derrotará.
Sacramentalidad de la carne, de nuestra carne creyente. Tal es la Iglesia.