Tenemos un problema (bueno, tenemos varios pero hoy sólo me centraré en uno). Para el día que sea posible empezar a construir el templo tenemos que trasladar nuestro barracón, o al menos irnos a otro lado. Hemos buscado, tanteado, presionado, investigado y suplicado… pero de momento no encontramos nada. Parece que nos encontramos des-ubicados, que somos unos utópicos (que significa sin tierra), o tal vez tengamos que recordar nuestros orígenes -no tan lejanos-, y volver a las incomodidades de la calle, el frío, el calor y esas cosas. Sólo Dios lo sabe. Uno puede aguantar las incomodidades e incluso las molestias si sabe para qué está y por qué lo hace. Pero hoy mucha gente, aunque tenga su casita y su trabajo (eso cada día más difícil), sí que está desubicada , sin saber qué sentido tiene su vida y todo le resulta molesto y engorroso. Se sienten como si molestasen en el mundo y, por lo tanto, el mundo les molesta. Para todos ellos la Iglesia tiene unas palabras: Dios te ama, aunque no te lo merezcas.
Hoy me va a hacer el comentario del Evangelio el Papa, creo que es conveniente leer lo que dijo ayer. Copio: “Vivimos en un contexto cultural marcado por la mentalidad hedonista y relativista, que tiende a suprimir a Dios del horizonte de la vida, no favorece la adquisición de un marco claro de valores de referencia y no ayuda a discernir el bien del mal ni a madurar un justo sentido de pecado. Esta situación hace todavía más urgente el servicio de administradores de la Misericordia Divina. No debemos olvidar, de hecho, que hay una especie de círculo vicioso entre el ofuscamiento de la experiencia de Dios y la pérdida de sentido de pecado. Sin embargo, si tenemos en cuenta el contexto cultural en el que vive san Juan María Vianney, vemos que, por varios aspectos, no era tan diferente al nuestro. También en su tiempo, de hecho, existía una mentalidad hostil a la fe, expresada en fuerzas que buscaban incluso impedir el ejercicio del ministerio. En esas circunstancias, el Santo Cura de Ars hace “de la iglesia su casa”, para conducir a los hombres a Dios. Él vivía con radicalidad el espíritu de oración, la relación personal e íntima con Cristo, la celebración de la S. Misa, la Adoración eucarística y la pobreza evangélica, mostrando a sus contemporáneos un signo tan evidente de la presencia de Dios, que empujaba a muchos penitentes a acercarse a su confesionario. En las condiciones de libertad en las que hoy es posible ejercer el ministerio sacerdotal, es necesario que los presbíteros vivan en “alto grado” la propia respuesta a la vocación, porque sólo quien se convierte cada día en presencia viva y clara del Señor puede suscitar en los fieles el sentido de pecado, dar ánimo y suscitar el deseo del perdón de Dios.
Queridos hermanos, es necesario volver al confesionario, como lugar en el que celebrar el Sacramento de la Reconciliación, pero también como lugar en el que “habitar” más a menudo, para que el fiel pueda encontrar misericordia, consejo y consuelo, sentirse amado y comprendido por Dios y experimentar la presencia de la Misericordia Divina, junto a la Presencia real en la Eucaristía. La “crisis” del Sacramento de la Penitencia, de la que a menudo se habla, interpela en primer lugar a los sacerdotes y a su gran responsabilidad de educar al Pueblo de Dios en las radicales exigencias del Evangelio. En particular, les pide dedicarse generosamente a la escucha de las confesiones sacramentales; guiar con coraje a la grey, para que no se conforme a la mentalidad de este mundo (cf. Rm 12,2), sino que sepa tomar decisiones también a contracorriente, evitando adaptaciones o compromisos. Por eso es importante que el sacerdote tenga una permanente tensión ascética, alimentada por la comunión con Dios, y se dedique a una constante actualización en el estudio de la teología moral y de las ciencias humanas.”
Hasta aquí Benedicto XVI.
Respondió Jesús: – «El primero es: “Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser. ” El segundo es éste: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” No hay mandamiento mayor que éstos.» Para amar a Dios es necesario saber que no lo merecemos, que nos ama porque nos ama y eso se hace palpable en el confesionario. Sacerdotes, volver a sentaros aunque os aburráis, lo que es seguro es que si no estáis en el confesionario no irá nadie. Laicos, exigirnos a los sacerdotes que confesemos y acercar amigos a este magnífico sacramento. Allí encuentra uno su lugar. No somos apátridas, utópicos o desterrados: vivimos siendo amados por Dios a pesar de nuestros pecados.
Que Santa María, madre del perdón y de la misericordia, que nos lleva a todos a su Hijo, nos ayude a “gastar” mucho este sacramento esta cuaresma y siempre.