Nueve meses antes de la Navidad celebramos la Anunciación del Señor. Este año la fiesta coincide un poco antes de la Semana Santa. Su inclusión al final del tiempo cuaresmal nos permite fijarnos en que Dios se encarnó “por nosotros, los hombres y por nuestra salvación”. En su amor por nosotros se hizo hombre, pero su abajamiento iba a culminar con la entrega sacrificial de la cruz. San Pablo en la carta a los Filipenses recuerda que se hizo obediente hasta l muerte.

Lo que está desordenado en el hombre, como consecuencia del pecado, es la voluntad. Dejamos de amar a Dios y preferimos a las criaturas. Al elegir a las criaturas nos elegimos a nosotros mismos y posponemos a Dios. El salmo, y la carta a los hebreos, contraponen los sacrificios a la voluntad. Jesús sabe que nada que ofrezcan los hombres es suficiente para reparar el daño del pecado. Ningún sacrificio, por valioso que fuere, puede reparar la ofensa infinita del pecado.

Jesús es la víctima inocente, y Él sí con un valor infinito, que va a entregarse por nosotros. Pero lo que nos muestran las lecturas es que Jesús se ofrece con todo su corazón. No está herido por el pecado, pues es Dios y todo su anhelo es cumplir la voluntad del Padre. Muestra así lo que Dios espera de nosotros: el obsequio de nuestra voluntad.

Hace poco leía el inicio del libro cuarto de Las confesiones de san Agustín. Allí, recordando su vida anterior al bautismo dice el santo: “aún no amaba, pero amaba amar”. Comentándolo con jóvenes les costaba entender, porque Agustín como ellos, amaba muchas cosas. Pero lo que dice el santo es que no sabía amarlas como verdaderamente han de ser queridas, como Dios las quiere. El amor de Agustín estaba fuera del plan de Dios, como también muchas veces nos sucede a nosotros. Dios se hace hombre para enseñarnos a amar, para cumplir su voluntad.

Dice la segunda lectura que por la voluntad de Cristo nosotros somos santificados. Su amor infinito al Padre le lleva a entregarse por nosotros y de su sacrificio nos viene la vida de la gracia. Por ella podemos amar como Cristo nos ama y se cumple el deseo más profundo de todo hombre: amar verdaderamente.

El Evangelio nos muestra también a la Virgen María, la criatura más excelente y también Madre nuestra. Preservada del pecado por su concepción inmaculada, ella responde al ángel que quiere ser la esclava del Señor. Se coloca en la misma disposición que Jesucristo: cumplir en todo la voluntad de Dios. Así abre las puertas de la tierra para que venga nuestro Salvador y nos conduzca a la vida del cielo.