¿Y si no fuera el borriquillo ni los contempladores oyentes del espectáculo quien nos representara esta Semana Santa, sino el Iscariote de las treinta monedas? ¿Por qué el empeño de la liturgia de poner en candelero a ese personaje demasiado olvidado, y de hacerlo los tres primeros días de la Semana Santa? ¿Qué busca? Sencillo es de comprender: podemos pasar la semana sin querer enterarnos de lo que allá, y por ello también acá, aconteció y sigue aconteciendo. La traición. El encontrar razones muy profundas para abandonar a Jesús; para hacer que desaparezca de nuestra vista. Para que, de una vez, se cumpla en él lo que las Escrituras decían. Porque molesta. Porque la gente guapa y poderosa que nos domina y quiere aumentar su dominio, si no, no estará con nosotros ¿Y quién de entre nosotros no quiere estar del lado del poder, el cual tiene la razón, aunque sea mera razón raciocinante y no la razón húmeda? Jesús no es como queremos, y no lo podemos soportar. ¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres? Mas el Señor nos había dado el pan untado en la salsa, signo de suprema cercanía. ¿Qué estáis dispuestos a darme si os lo entrego? Al final de tanta bambalina ideológica están las estrictas treinta monedas bien reales.

Pero Jesús no grita, no proclama, no vocea por las calles. Él da cumplimiento a la profecía de Isaías. No vacila, no se quiebra. Llega hasta el final. Pero Jesús no es un jabatillo tontorrón: ayer lo escuchamos en la pasión de Lucas. En medio de su angustia, oraba con más insistencia, y le bajaba hasta el suelo un sudor como de gotas de sangre.
Hoy rezamos el salmo sabiendo que es oración de Jesús. No se haga mi voluntad sino la tuya. Aunque abajándose y en la angustia, sabía que su Padre es su luz y su salvación. Por eso, ¿a quién habría de temer? Le asaltan y le prenden, lo crucifican en espantosa muerte romana, mas ¿quién le hará temblar? Porque en la cruz, adivinó el salmo, se siente tranquilo. Llegado el momento supremo del sacrificio, porque su muerte fue un sacrificio ofrecido para nuestra redención, su corazón no tiembla. Y no tiembla porque espera en la dicha del Señor.

Todo esto ni lo entendió ni lo compartió Judas el Iscariote. ¿Nosotros sí? Por ello la liturgia nos pone por tres días su figura, ¡qué derroche de tiempo!, para que la comparemos con la de Jesús. Pues la casa, lo vieron muy bien los Padres, se llenó de la fragancia del perfume. Aquella casa, la de Lázaro, cuando María unge los pies de Cristo estando a la mesa —los comensales se tumbaban sobre el hombro izquierdo y comían con su mano derecha, ofreciendo sus pies al ungüento—, se llenó de la fragancia. ¿La del perfume? Sí, claro. Se llenó, sobre todo, de la fragancia de Cristo. Todavía ahora podemos sentir esa fragancia en la Iglesia.

Hoy en la oración colecta pedimos a Dios Padre que mire la fragilidad de nuestra débil naturaleza. ¿Podremos sostenernos en pie ante él? No, de ningún modo, si no lo hacemos sustentándonos en la cruz de Cristo. Que levante nuestra flaca esperanza con la fuerza de la pasión de su Hijo. No queremos dejarnos arrastrar en nuestra quebradiza debilidad por el imperio, sino que nos apoye en quien sometió, mejor, dejó hacer, para que se diera con él el espectáculo de la cruz.