Cada mañana me espabila el oído. Curioso la importancia que se da al oído una y otra vez. ¿Será porque lo principal es la palabra? Para dar al abatido una palabra de aliento nos dice Isaías. ¿Para escuchar la voz del Señor que le marca el camino de la obediencia a su Hijo? ¿Porque nos escucha en su gran bondad? ¿Para que cantemos cantos de alabanza a su Nombre? Sorprende la importancia del oído, cuando todo se da en la carne que se clava en la cruz. Descubríamos ayer una mirada, pero no podemos olvidar la importancia de las palabras de Jesús en la cruz, a donde fue llevado como manso cordero que acogía en silencio lo que le acontecía. Sin protesta, en silencio. En silencio de palabras, como no fueran las de la propia oración de los salmos. Dios mío, Dios mío, por qué me has desamparado.

La liturgia mientras tanto nos pone por tercera vez a Judas Iscariote. Tampoco él se calló, pues fue a los sumos sacerdotes y les propuso: ¿qué estáis dispuesto a darme si os lo entrego? Sus palabras de traición se convertirán en acto de entrega a la muerte en cruz. Nuestras palabras, ¿tienen siempre este alcance? Cerramos la boca y el oído a la voz de los menesterosos que claman nuestra ayuda y cariño. Mas de esta manera los arrojamos a la cruz de Cristo. Donde, destrozados, sin voz, con los huesos también ellos quebrantados, son acogidos por el corazón y la carne de Cristo que, en esa misma cruz, se ofrece a ellos, y a nosotros de igual forma, como alimento, como bebida, como manjar de vida eterna.

Oímos su demanda. ¿Dónde quieres que preparemos la cena de Pascua? Haced esto y eso nos dice. Siempre su palabra. Y mientras comía irrumpe: Mi momento esta cerca. ¿Momento de qué? Del ofrecimiento en la cruz. El momento de nuestra redención. Mas Judas el Iscariote no acepta ese momento, lo ha trastocado todo con una ideología de poder, seguramente, y quiere que las cosas de Jesús vayan por donde él indica. Pero su palabra no es obediente, sino mentirosa. Se busca a sí mismo en ella. No quiere llorar lágrimas amargas por lo que está haciendo. Él tiene razón. Los otros son unos mentecatos que no saben dónde esta la cuestión del poder. Se dejan subyugar por la palabra inocua de Jesús. Pero yo no. Sé interpretar las palabras y los gestos. De esa manera no vamos a ninguna parte, si no es al engaño y a la dejación de nuestra propia palabra.

Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar. Qué insistencia esta a la que nos lleva la liturgia de los tres primeros días de la Semana Santa. ¿Acaso yo, Señor? Te entrego, sí, pero tengo razón, lo hago con razones seguras, porque tu palabra no nos lleva a ninguna parte con fundamento. Mas ¿no es una traición lo que estás haciendo? ¿No te vendes por treinta monedas, como estaba anunciado? No, qué dices, yo no me vendo, es una compensación por el bien que hago…

Sorprende la capacidad de engaño que tenemos, enroscándonos en nuestras propias palabras, cerrando el oído, en cambio, a la Palabra de Dios que se nos pronuncia en Cristo Jesús; que nos alcanza en él, pues él mismo es la Palabra. ¿Seremos capaces de oír para ver el espectáculo de la cruz? Aunque sea, Señor, llorando también nosotros lágrimas amargas, como Pedro. ¡Espabílanos el oído para verte!