¿De quién nos viene la salvación?, ¿del cumplimiento de la ley de Moisés o sólo de creer en Jesús, el Cristo, muerto en la cruz por nosotros y resucitado para nuestra salvación por la fuerza del Padre? La respuesta a esta pregunta recorre los más profundos entresijos del NT.

Las palabras de Jesús en el evangelio de Juan que hoy leemos son claras como la luz. Es cuestión de amor. Sólo de amor. Amarle a él. Y quien le ama, guardará su palabra como pura consecuencia. No son primero los cumplimientos de lo mandado por la ley, por ninguna ley, pues todo comienza como una cuestión de amor. Amor a él. Y porque las cosas son de este modo, el Padre amará a quien ame a Jesús. Pero habrá más, vendremos, en plural, a él y haremos morada en él. El comienzo es cuestión de amor. El desarrollo es cuestión de amor. El final es resultado de amor. Quien no le ama a él, a Jesús, no guardará lo que él nos enseña; no guardará sus mandamientos. Porque el mandamiento es único: amarle a él. Ahí está el principio de toda nuestra acción. Cuestión de amor, no de cumplimiento.

Mas, con Juan, daremos otro vuelo de águila, porque no nos quedamos en esa palabra que es suya, la que nosotros escuchamos envueltos en su amor. Sí, es suya, claro, pero es más, porque ella en definitiva no es suya, sino de su Padre que le ha enviado a nosotros y al mundo para que le prestemos nuestros oídos. ¡Escuchadle! Es él quien nos habla, pero su palabra no es sólo suya, es también palabra del Padre y del Espíritu Santo. Porque el Padre del mismo modo nos enviará su Espíritu en el nombre de Jesús, y este todo nos lo enseñará en el amor y del amor. Lo que circunvala, pues, al amor que tenemos por Jesús, no es la ley y su cumplimiento, ¡qué poco sería!, sino el Padre y el Espíritu. Una circunvalación de amor. Por eso nos da su paz, no la del mundo, tan precaria, demasiadas veces tan falsa, sino la paz de Dios. Que sean así las cosas nos hace ver la importancia decisiva de que Jesús, el Resucitado, suba al Padre. Por ello, aunque sea cosa difícil por demás, pues le querríamos acá para tocarle, para sentirnos tocados por él, ser de carne con ser de carne, ser de carne todavía deambulando por el mundo con ser de carne resucitada. Habitantes ya del cielo, en esperanza. Porque le amamos, aunque a regañadientes, entendemos que debe ir al Padre. De este modo estaremos circunvalados por su amor, viviendo en esperanza allá donde él está y allá donde nos prepara morada.

Siendo así, estando acá, aunque allá en esperanza, vemos cómo desciende la ciudad santa, Jerusalén, enviada por Dios y trayendo su Gloria. La Iglesia del Cordero, la nueva Jerusalén; la del amor, no la del cumplimiento. Y ahora ya, habitantes del cielo, en esperanza, nos adentramos como participantes en la liturgia celeste. La nuestra, acá, es ya la liturgia de allá. Porque el templo, ahora ya, tras la circunvalación por el amor, es el Señor Dios Todopoderoso y el Cordero.

En su muerte en la cruz y en su resurrección hemos sido purificados por su gracia, para participar en los sacramentos de su amor. En la humildad del sacramento —este pan y este vino— se nos entrega la Gloria de Dios.