La cosa ahora está en nuestras manos. ¿Qué cosa? La predicación, el anuncio público del Reino de Dios. ¿Quién proclamará ese anuncio si nosotros nos abstenemos de predicarlo? Ante la lluvia rellenada de peñazos que está cayendo sobre nosotros desde hace tanto tiempo, aunque parece que ahora aumenta como si fuera momento decisorio, ¿no es mejor quedarse en la sacristías, solitos entre nosotros, bien arrebujados, cantando los aleluyas? ¿No es mejor pensarse bien las cosas y hacernos igualitos a otras denominaciones cristianas que no tienen a todo el mundo que manda, la gente guapa, en contra? ¿Por qué nos empeñamos en predicar cosas que nadie quiere, que a tantos y tantos sientan mal, que les pone en vilo contra esa predicación, que buscan cualquier rendija verdadera —que las hay, pues somos frágiles y pecadores— o falsa para ponernos ante el pelotón mediático?

Porque, ahí está el punto clave, la Iglesia predica, siguiendo a los apóstoles, para persuadir incluso a los reyes de la tierra para que canten al Señor. No trata de obviar lo que fuere en su predicación para que los que tienen el poder le miren con mejor cara. No trata de demostrar que ese poder es usurpado por quienes hoy lo detentan, cuando legislan en contra de esa palabra predicada. No, eso no. Entre nosotros ese poder es democrático, legítimo. Por eso la predicación de la Iglesia crece para todos. Pero nunca pierde su substancia. Porque esta le viene del Señor a través de su Espíritu. Porque lo que predica la Iglesia es la palabra que el Espíritu de Dios pone en su boca y en sus gestos. No cualquier ocurrencia que le venga en gana. Lo hace en la fragilidad, claro. Siempre así. Una fragilidad que tiene en su cima la cruz. La cruz de Cristo, a la que siempre estamos tan cercanos. Y es esta la que le da la fortaleza en medio de su infinita fragilidad, incluso flojedad de hecho, porque la suya, cuando es fiel a esa palabra, proclama, canta y vive, lo que el Espíritu le sopla.

¿Recibisteis el Espíritu Santo al aceptar la fe? Esta pregunta sigue siendo esencial para nosotros. Porque los nuestros no son los decires que se nos ocurran en cualquier momento, por bonitos que puedan parecer o por enredados que se queden con lo que espera de nosotros la gente guapa. Sólo somos libres de predicar lo que el Espíritu nos inspira. Todo lo demás son palabrillas nuestras sin interés para nadie. Por eso, recibido el Espíritu, la Iglesia no puede callar. No puede dejar de decir lo que de él procede. No puede dejar de ser y de actuar como el Espíritu le dicta. ¿Cómo, pues? ¿Todo lo que la Iglesia hace y dice procede de él? No todo, claro es, pues sus miembros somos frágiles y pecadores. La Iglesia debe dejarse en manos del Espíritu, y no caer en las enredaderas del mundo, que le promete mejor éxito y menos fatigas.

La Iglesia vive, predica y actúa en una larga tradición, que no puede abandonar, auque arrecien los debates en torno a ella. Porque esa tradición es fruto de la acción del Espíritu en ella. No su construcción, sino edificación del Espíritu. ¿Lo olvidaremos? Pues si lo olvidáramos, espantaríamos al Espíritu de Cristo de nuestra vida, de nuestra plegaria y de nuestra acción. ¿Será costoso y lleno de consecuencias permanecer en él? Sí, seguramente. Mas sólo de este modo él gritará en nuestro corazón: Abba (Padre).