Pocos pasajes de los evangelios son para nosotros tan emocionantes como este, si tomamos como cosa nuestras las palabras de Pedro. Por tres veces le negó en circunstancias tan trágicas, cuando traían y llevaban a Jesús de unos poderosos a otros —lo mismo le traen y le llevan ahora a Pablo, también las gentes poderosas, hasta que quede en manos de quienes le juzgarán y le condenarán a su propia cruz—, eso que él, creyéndose fuerte, capaz de todo por su Jesús, había prometido defenderle con la espada si fuera necesario. Pero, allá, en las circunstancias concretas en que se dan el estar Jesús cogido en las garras de los que tienen poder sobre él y quieren usarlo en contra de su vida, a Pedro se le reblandecen las carnes y niega a Jesús por tres veces. Lucas nos dice cómo en ese momento el Señor le miró. Y enseguida cantó el gallo. Recordando lo que Jesús le había dicho y qué pronto él lo había abandonado a su suerte, lloró amargamente. Todo esto parece estar por detrás de las tres preguntas de Jesús resucitado a Pedro. Se diría casi que el caso de Pablo es distinto, porque nos queda la impresión de que este, acá, ocupa el lugar mismo de Cristo, ahora, cuando va a ser condenado a su propia cruz tras un largo proceso. En cambio, con Pedro se nos muestra la flaqueza y la debilidad de quien todavía no ha recibido en su plenitud al Espíritu.

En todo caso, emocionan las tres preguntas de Jesús y las respuestas de Pedro, del que nosotros tan cerca estamos. Porque también le hemos negado tres veces. Nosotros también hemos creído en nuestra propia fortaleza. En que teníamos ganada la partida y nada ni nadie nos alejaría de nuestro Señor. Pero, como Pedro, de pronto, con las preguntas llenas de cariño y ternura del Señor a nosotros comprendemos nuestras sucesivas negaciones. Más aún, cuando Jesús insiste por tercera vez, sólo podemos apelar a lo que, por encima de todas nuestras fragilidades y negaciones, él sabe muy bien. Señor, tu conoces todo; tu sabes que te quiero. Sólo tú lo sabes, pues por tres veces yo te he negado. Y, sin embargo, tú lo sabes, sólo si tú me ayudas con tu gracia podrás comprobarlo, pues por mis solas fuerzas no puedo alcanzar sino nuevas y sucesivas negaciones, pero tú sabes que si tú me ayudas, no puedo sino quererte, no quiero sino quererte.

Apasiona esta triple pregunta. Y llama la atención la fragilidad de Pedro, tantas veces señalada en los evangelios, ante la fortaleza casi sobrehumana de Pablo. Mas en este momento nosotros, contemplando la intimidad de Pedro, nos sentimos cercanos a él, empleando sus mismas palabras. Llenos de profunda melancolía, como él, nos ponemos por entero en las manos del Señor, sabiendo que con él todo nos va a ser posible, pues él conoce cómo, aunque en la inmensa fragilidad que es la nuestra, le queremos. Le queremos por encima de todos y de todo, pero necesitamos su ayuda, incluso para eso, para quererle. Si nos dejara de su mano, ¿qué sería de nosotros? Hasta esto que es la esencia misma de nuestro ser, el quererle, quedaría reducido a nada. Todo en nosotros nos lleva a él, pero parece que hasta eso se nos hace pura cuesta arriba. Y hacemos no lo que queremos, sino lo que no queremos. También Pablo, cuando nos habló de su propia intimidad, nos lo dijo.