“De repente, un ruido del cielo, como de un viento impetuoso, resonó en toda la casa donde se encontraban.” El Espíritu Santo es viento de Yahweh, viento que barre las sombras, que arrastra la inmundicia del alma, que limpia la atmósfera de los corazones… Viento de aire limpio, ese aire que respira el cristiano cuando abre las ventanas de una habitación tan cerrada y cargada de pecado como el propio “yo”. La mayor parte de nuestras tristezas, nuestros agobios y nuestros sufrimientos tienen una única causa: nos estamos ahogando en el “yo”… “me han tratado mal”; “me ocurre tal cosa”; “me duele esto”; “he fracasado en aquello”; “no consigo esto otro”… yo, yo, yo… Y un aire muy viciado, muy cargado, muy repulsivo… ¡Abre las ventanas! ¡Acude a rezar, a confesarte, a comulgar! ¡Deja que el viento de Espíritu limpie esa atmósfera de egoísmo, te haga olvidarte de ti, y pensar sólo en la bondad, la amabilidad, la ternura de Dios! ¿No ves que Dios sigue siendo bueno, aunque tú seas malo, o a ti te vaya mal? ¡Abre las ventanas, y deja que el Viento del Espíritu limpie tu casa!

“Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían posándose encima de cada uno”. El Espíritu Santo es fuego, porque abrasa y purifica. Cuando un alma se somete a la acción de la gracia durante un tiempo prolongado, el hombre viejo se quema en medio de un dolor gozoso -, el pecado se limpia, y van quedando en el alma, impresos a fuego, los rasgos de la faz de Cristo. El corazón se abrasa en Amor de Dios, y ese Amor es capaz de fundir todo egoísmo y de sanar toda herida. Entendemos entonces que la santidad no es cuestión de correr mucho o de esforzarse hasta el límite, sino de sentirse amado y amar hasta el extremo. Por eso el Espíritu Santo es reconocido por el alma como “Amor”…

Amor que fluye entre el Padre y el Hijo; Amor que el Hijo derrama sobre los hombres; Amor que llena el alma hasta hacerla rebosar de gozo.

Ese mismo Espíritu se está derramando hoy sobre la tierra gratuitamente… ¡Qué gran torpeza sería no acudir a recibirlo, no abrir las puertas y ventanas del alma para dejarle entrar! Entra en oración, confiesa tus pecados, comulga con fervor… y arriésgate a soltarte de ti mismo, para que el Viento te lleve, y el Fuego te abrase… Como María, ¡Llénate de Dios!