Llega alguien que es mejor que nosotros y nos sentimos amenazados. Nos pasa en el trabajo, en nuestra vida social y, quizás también, en el orden espiritual. Se dice, por otra parte, que los mediocres acostumbran a rodearse de gente de poca valía par encubrir sus propias deficiencias. En medio del común no se va a notar tanto la propia limitación.

Cuando Jesús empezó a predicar algunos se sintieron amenazados. Porque Él llevaba las exigencias de la religión a una profundidad desconocida y, de alguna manera, cuestionaba muchas formas de entenderla. Pero no había venido a destruir: “no he venido a abolir, sino a dar plenitud”. Pero no todos entendieron aquello, o quizás nadie. Por eso, cuando lo acusen ante los tribunales lo harán en nombre de la ley y diciendo que quería destruir el Templo o suvertir el orden político yendo contra el César. Se sintieron amenazados.

A veces observo que caemos en contraposiciones de cosas falsas: oponemos el compromiso social a la fidelidad litúrgica o la ortodoxia social a la vivencia de la caridad. En todo eso se manifiesta un miedo a que sea llevada a plenitud nuestra vida, a que se manifieste en toda su exigencia la verdad del evangelio: y la dejamos a nuestra medida, limitada en sus potencialidades, reducida y, a veces, hasta raquítica.

Pero Jesús, como dijo Benedicto XVI al inicio de su pontificado, “no nos quita nada sino que lo da todo”. Por eso se interesa por cada uno de los preceptos, incluso los más pequeños. Nada para Él resulta insignificante. Todo lo quiere llevar a su plenitud.

En la experiencia humana observamos que cuando conocemos a alguien grande nuestra vida mejora. De pequeño, jugando a ping-pong, me acuerdo que todos queríamos enfrentarnos a los que eran mejores que nosotros. Ello por varios motivos: aprendíamos a jugar mejor y era más divertido. Ganar a quienes eran peores que tú no tenía ningún aliciente ni reportaba satisfacción alguna.

En la vida espiritual qué bueno es confrontarse cada día con el Señor para que nuestra vida cada día sea más grande, más plena, más feliz. Muchas personas se han santificado en la relación con los santos, porque éstos les han abierto horizontes más grandes. Y precisamente los santos se caracterizan por su exigencia, que después, en el proceso de canonización, queda reconocido en si han vivido heroicamente las virtudes. Ese detallismo espiritual no tiene nada que ver con el formalismo estéril, pero si con la plenitud a que conduce el amor de Cristo. Lleva la ley a su consumación, al igual que la vida de cada hombre que se confía a Él, que no lo vive como una amenaza sino como una salvación. Nada es insignificante, todo importa, hasta el precepto más pequeño, porque el Señor está con nosotros.