Las lecturas de este domingo tratan de un tema que intentamos quitarnos de la cabeza pero que marca nuestra vida: el pecado. Aun siendo una realidad tan grave y que nos influye de forma terrible, muchas veces no caemos en la cuenta de su existencia. En la primera lectura se nos muestra cómo el profeta Natán ha de ir a visitar al rey David para que éste tome conciencia de su pecado. Había incurrido en adulterio con la mujer de Urías y después lo había asesinado para encubrir su pecado. Es la realidad del mal. Si Dios no nos saca de él, cada vez somos capaces de acciones peores. Pero fijémonos en el hecho de que a veces, para caer en la cuenta del mal que hacemos, necesitamos que otro nos lo haga ver. De ahí la importancia de estar atentos a las enseñanzas de la Iglesia y a la dirección espiritual. Sin estas ayudas muchos pecados nuestros quedan ocultos fácilmente por causa de nuestra insensibilidad moral.

Por otra parte, el evangelio nos muestra la respuesta de Dios al pecado: el perdón. Dios perdona a quien se deja perdonar, es decir, a quien reconoce su culpa y se acoge a su misericordia. Es lo que sucede con la pecadora. Riega los pies de Jesús con sus lágrimas y los enjuga con sus cabellos. Observemos bien el hecho. Nosotros no podemos darle nada a Dios, salvo mostrar dolor por nuestras faltas y arrepentirnos por ellas. Es lo que pide la Iglesia para que sea válida la confesión, además del reconocimiento de todos los pecados graves. Lo más grande lo da Dios, que es su misericordia. Es una acción en la que se da una desproporción que no puede dejar de maravillarnos. Nosotros venimos con nuestras faltas y nos acoge la inmensidad de la misericordia divina. Y aún así nos cuesta pedir perdón. Sabemos que no saldremos condenados sino renovados del todo, y tememos acercarnos al tribunal de la penitencia.

Por otra parte, el hecho de sabernos perdonados nos lleva al agradecimiento. Hay santos que al saberse perdonados por Dios han cambiado totalmente de vida y se han consagrado a su servicio. Los efectos del perdón de Dios en nosotros son inmensos. A quien mucho se le perdona mucho ama. Quizás hoy nos ocurre que no tenemos conciencia de la gran misericordia de Dios. Eso sucede porque tampoco somos demasiado conscientes de la gravedad de nuestras faltas. También es posible, como sucede con los convidados al banquete de la casa del fariseo, que no creamos en la verdad del perdón. Es decir, puede que percibamos que algo sucede, pero no lo contemplemos en toda su radicalidad. La enseñanza de la Iglesia es, sin embargo, muy clara. A quien pide adecuadamente perdón de sus faltas, éstas le son totalmente redimidas. Éste puede decir, con el salmista, que su pecado ha sido sepultado y que ya no se le tiene en cuenta el delito. La eficacia del perdón divino es tal que deja al hombre nuevo. De la muerte pasa a la vida.

Después de su conversión al catolicismo, el gran escritor Chesterton señalaba: “Cuando la gente me pregunta a mí o a cualquier otro ‘¿por qué te uniste a la Iglesia de Roma?’, la primera respuesta esencial, aunque sea en parte incompleta es: ‘Para librarme de mis pecados’. Porque no hay ningún otro sistema religioso que declare verdaderamente que libra a la gente de los pecados. (…) El sacramento de la penitencia da una vida nueva, y reconcilia al hombre con todo lo que vive: pero no como lo hacen los optimistas y los predicadores paganos de la felicidad. El don viene dado a un precio y condicionado a la confesión. He encontrado una religión que osa descender conmigo a las profundidades de mí mismo”.