2Re 25,1-12; Sal 136; Mt 8,1-4

Qué desgracia, Señor, todo derrumbado, todo conquistado, todos llevados al exilio. Nada quedó ni de las gentes ni de las cosas ni del culto. El jefe de la guardia de Nabucodonosor se llevó cautivo al resto del pueblo que había quedado en la ciudad, incluso a los que se habían hecho partidarios del conquistador de la tierra prometida. Mas ¿no era ya no más que un exiguo resto? Sí, lo era. Pues bien, hasta ese pequeño resto fue llevado al cautiverio en medio de la desolación. Únicamente dejó a algunos viñadores y hortelanos para que la tierra no quedara del todo yerma.

Lo que era sin duda alguna la desgracia más grande que había caído sobre el pueblo elegido desde que atravesó a pie enjuto el mar, sin embargo, se convirtió en el inicio mismo de una nueva manera de ser de cara al Señor. Lo que era la destrucción total de los israelitas, ahora sin tierra, sin templo, sin rey, sin nada de aquello que había conformado su existencia, se convierte en ocasión de un nuevo y definitivo nacimiento. Los setenta años en el exilio se convierten en la ocasión de una manera interiorizada de ser con el Señor que libra siempre a su pueblo. El salmo lo recoge de modo maravilloso. Que se me pegue la lengua al paladar, Señor, si me olvido de ti. Lloramos sentados junto a los canales del exilio, en la ciudad de Babilonia que destruyó lo que éramos; lloramos allá sentados con nostalgia de Sión. Nos decían que cantáramos para enjugar nuestras penas, que les cantáramos a ellos, pero nosotros cantábamos al Señor. Mas ¿se puede cantar al Señor en tierra extranjera, tan lejos de nuestros lugares, tan lejos del templo en el que nos has mostrado tu gloria? No importa dónde estemos, porque ahora viviremos de nuestra mirada a Jerusalén, que ya no estará lejos de nosotros, sino en nuestro corazón, en nuestra comunidad, en las acciones de nuestra vida. Jerusalén será la cumbre de mis alegrías. Ahora, la gloria del Señor estará con nosotros cuando cantemos su alabanza, allá donde fuere. Tendremos nuestra mirada dirigida siempre a Jerusalén, allá donde estemos. Viviremos de su nostalgia. Viviremos de su realidad.

¿Qué tenemos que ver los cristianos con esta reconversión maravillosa del pueblo elegido, del que ya sólo era el resto de los creyentes? Todo tiene cumplimiento en nosotros. Mirando lo que se nos escribe, aprendemos también nosotros a ser. A ser en el Señor. En el Señor Jesús. Porque, allá donde estemos, le miramos a él. Lo miramos en donde está su gloria, allá en lo alto del monte Sión, clavado en la cruz. Allá confluyen nuestra miradas. Y todo tiene cumplimiento en nosotros, porque primero es en Cristo Jesús donde se cumple todo lo que nos narran las Escrituras. Por eso, podemos decir con esperanza segura que todo ello ha sido escrito para nosotros.

Por eso, como nos cuenta el evangelio, podemos acercarnos al Señor Jesús para pronunciar esas palabras emocionantes del leproso: Señor, si quieres, puedes curarme. No nos ha dejado de su mano. No está lejos de nosotros. No estamos lejos de él, porque viene a donde nosotros estamos invocándole. Qué tierna turbación: si quieres. Pero él al punto nos dice: ¡quiero! Allá donde estemos, no importa nuestra lejanía, no importan nuestras enfermedades, nuestras fragilidades y pecados: Señor, si quieres. Y nos llena de segura emoción la respuesta de Jesús: ¡quiero, queda limpio! Y enseguida quedé limpio de la lepra.