Lament 2,2.10-14.18.19; Sal 73; Mt 8,5-17

Llenan de pavor los quejidos del libro de las Lamentaciones. Todo es desaliento y calamidad. Ruina de Jerusalén. Los ancianos se sientan en el polvo. Los niños desfallecen por sus calles. ¿Dónde hay pan y vino? Ah, pero el profeta busca consolar a los suyos en medio de su tremenda desgracia. ¿Qué ha pasado? Que tus profetas ofrecían visiones falsas y seductoras, sin denunciar tus culpas. Grita con toda el alma al Señor. Desembucha torrenteras de lágrimas de día y de noche. Derrama con agua tu corazón en presencia del Señor. Levanta tus manos hacia él, diciéndole con el salmo que no olvide sin remedio la vida de sus pobres. Porque son los pobres del Señor. Es terrible la imagen de nuestra aflicción, nos han destruido a hachazos, con martillos y mazas, pero te imploramos, Señor, no nos abandones para siempre. Profanaron la morada de tu nombre, pero piensa en tu alianza, Señor, que el humilde no se te marche defraudado. Porque tú, Señor, estás con tus pobres. Nunca nos has de abandonar para siempre.

Asombra que el grito no sólo sea de los poderosos, de los que todo lo dejaron para sus riquezas, abandonando al Señor con su vida, con la elección de sus intereses, siempre muy lejos del Señor. Hasta pudieron comprar a algunos de sus profetas. Pero la voz del Señor resuene contra ellos. Pero parece que el Señor haya abandonado igualmente al resto de sus fieles, a sus pobres. También esos han quedado desolados, pues parece que el Señor los desalienta de su mano. ¿Será así? Volverá el Señor la espalda a su pueblo, incluso al resto de sus pobres. Grita el profeta, grita el salmista, gritamos nosotros: no nos desampares, Señor, por el amor de tu Hijo. No hagas que su venida en carne mortal haya sido una mera vanidad.

Basta con que lo digas y quedaremos sanos. Tenemos puesta en ti toda nuestra confianza. Como el centurión que se acercó al entrar en Cafarnaún; quizá no centurión romano, sino de las tropas de Herodes Antipas. Porque tu evangelio nos enseña que nunca abandonas a quien se dirige a ti en medio de su sufrimiento, aunque pueda parecer pequeño, como en este caso es el sufrimiento del criado de un hombre con poder; la palabra puede querer decir también hijo, pero por el contexto aparece como un siervo cualificado. Voy yo a curarlo. No, no, ¿quien soy yo para que entres en mi casa pagana?, replica el soldado. Basta con tu palabra, y mi criado quedará sano. Porque él sabe de poder y autoridad, por eso confía de modo supremo en la palabra del Señor. Su palabra es fiel y segura. Su palabra está llena de autoridad. ¿Por qué, sugiere el militar, la necesidad de ir y entrar en casa de un gentil? Sus palabras causan tanta impresión a los lectores, que las ha copiado la Iglesia en su liturgia. Todos los que nos acercamos a la eucaristía, como el centurión, no somos dignos de que el Señor entre en nuestra morada. En lo que dice Jesús a los que le seguían puede haber quizá alusión a Is 43, 5b-6. Los gentiles vendrán de todas partes a ocupar su puesto en el banquete escatológico de la nueva Jerusalén. Porque en la obscuridad de afuera, al anochecer, se da lo contrario a la luz, primera obra de la creación de Dios. Porque fuera está la morada del Dolor, donde habitan el llanto y la rabia impotente (Manuel Iglesias).