1Re 19,16b.19-21; Sal 15; Gál 5,1.13-18; Lu 9,51-62

Extrañas palabras, pero en las que cabe toda vida dedicada a Dios. No porque uno decida un día dedicarse a él, sino porque, seguramente a través de intermediarios, Dios le llama a uno. Como Eliseo, uno estaba tan ricamente dedicado a sus labores, buenas labores, pues araba con doce yuntas en fila, y cuando menos se lo esperaba Elías pasa a su lado y le echa encima el manto. Tal es el signo de que el Señor le llama. Y Eliseo corrió ante él. De todo lo que tenia hizo sacrificio, y, levantándose, se puso a su servicio. Porque Eliseo, siguiendo a Elías, se ponía en las manos del Señor. Pero no por eso perdía su libertad, sino que la ofrecía en plenitud: se levantó y marchó tras lo que el Señor le señalaba. La libertad del seguimiento le señaló su vocación. Y su vocación en el Señor fue el camino real de su libertad. Por eso, con el salmista, como Eliseo, podemos decir: tú, Señor eres el lote de mi heredad. Él nos protege y nosotros nos refugiamos en él. Porque está él a mi derecha no vacilaré en el camino que me señala, para el que me ha escogido, olvidando mi rotunda pequeñez, sin tener en cuenta mi pecado. Por eso, las entrañas de mi libertad se gozan, y mi carne descansa serena.

Sígueme. Tal es la palabra que nos dirige. No quiere condiciones que enturbien nuestra libertad. Nada, ni aquello que tengamos por lo más sagrado. No podremos ya mirar atrás. Echaremos la mano al arado, sí, pero sólo con la vista puesta en lo que viene. Nada enturbia la voluntad de la llamada y nada enturbia la decisión de nuestra respuesta. Viviremos en perfecta libertad. San Pablo nos lo dice. Es posible ese vivir en libertad porque ha sido Cristo quien nos ha liberado. Él nos ha desligado de cualquier atadura, incluso de las que parecían las más sagradas. Así, ahora, podemos mantenernos firmes. ¿Pecadores? Sí, pero no nos sometamos de nuevo al yugo de la esclavitud. Porque el pecado esclaviza, y nuestra vocación es la libertad.

¿Libertad de volver a nuestros bueyes, para refocilarnos en nuestro pecado, para que se aproveche la carne, para degustarnos en nuestros vómitos? Libertad de amor. Para amarnos unos a otros, siendo esclavos unos de otros por amor. ¿No era ese el mandamiento nuevo que Jesús nos enseñaba en el Evangelio de san Juan? Libertad para amar. No para mordernos unos a otros. No para devorarnos.

Libertad del Espíritu, no de la carne que busca hacer lo que le place, pasando por encima de todos. Porque el Espíritu habita en nosotros y grita en nuestro corazón: Abba (Padre). Por eso tenemos la libertad de los hijos. Nuestros deseos serán espirituales, y no carnales. Porque ese grito que se pronuncia en nuestro corazón nos hace libres. Porque, ahora, el Espíritu guía nuestra libertad. Le da contenido. Contenido de amor. Somos libres, pues, para amar; no para algún vano haré lo que me dé la gana. Sí, es verdad, haré lo que me dé la gana, porque el Espíritu me señala los caminos de mi libertad, que me plenifican en mi propio ser. Porque he sido creado para el amor, amando, seré libre. Libre con la libertad del Espíritu de Amor. Libre con la libertad de los santos. Con la libertad de Madre Teresa que acaricia suavemente la mano de los moribundos, que, de otra manera, morirían en soledad de Dios.