Leí el otro día en un blog (gloria ti Señor), que si hoy no se hablaba de fútbol en la homilía no estabas sintonizando con el pueblo y daba unas cuantas ideas para la predicación, bastante banales, pero simpáticas. Hay que hablar de fútbol pues hoy es la final del campeonato del mundo y España juega contra Holanda, pero no creo que les apetezca oír hablar de fútbol a Argentinos, Brasileños, Paraguayos, Mexicanos y demás naciones que no han llegado a la final. Para no estar en poca sintonía con las personas podríamos hablar del estatuto de Cataluña, de la ley del aborto, de la subida de impuestos, de la bajada de los sueldos, del divorcio, de la guerra en Afganistán, del debate sobre el estado de la nación o de los sanfermines. Me parece muy bien hablar de la actualidad (sin imponerlo), pero de poco valdría si no sirve para que la predicación de hoy cambie un poco nuestra vida y nos acerque a Dios.

«Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?» Él le dijo: – «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?» Él contestó: – «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo .» Luego escuchamos la parábola del buen samaritano, parábola riquísima para sacarle jugo sobre el amor al prójimo, pero no podemos olvidar la fuente de ese amor al prójimo: el amor a Dios. Amar de lejos es fácil, es sencillo “dar un rodeo” por nuestra realidad y amar a los lejanos mientras ignoramos a los cercanos. Supongamos por un momento que el equipo Holandés (sí, voy a hablar de fútbol), humilla a España con ocho goles de diferencia y Klaas-Jan Huntelaar le afeita el bigote a del Bosque. Humillado y hundido camino por la calle arrastrando la bandera cuando me encuentro con un holandés que, animado por el efecto etílico del zumo de cebada, me da un abrazo diciendo: ¡Gracias España!. Pues bien, ese que me humilla es mi prójimo, no porque me caiga excesivamente bien -que no le conozco de nada-, sino porque, a pesar de ser holandés, es hijo de Dios y amado de Dios. Si hacemos eso con los extraños, ¿cómo no hacerlo con la suegra, el yerno, la nuera, el hermano o el hijo? ¿Estaríamos amando a Dios si pasamos de largo ante las heridas físicas y morales de las personas? ¿Podremos contentarnos con mantenernos nosotros “sanos” mientras nos rodeamos de cadáveres?

Algunos Padres de la Iglesia decían que la posada donde el buen samaritano llevaba al hombre herido es la Iglesia. Para algunos la Iglesia es una posada tenebrosa, donde sólo pueden hacernos más daño que curarnos. Es verdad que dentro de la Iglesia hay quien se ha olvidado de amar a Dios y, por lo tanto, se olvida de amar al prójimo y sólo se ama a sí mismo, pensando en su perfección y con temor de “contagiarse” de la pobreza de los otros. Pobres pobres, no se dan cuenta de su inmensa riqueza. Si el herido puede entrar en la Iglesia es porque lo trae Cristo en sus brazos, pues “Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. Sabemos que nos presentamos ante Dios diciendo con el salmo: “Yo soy un pobre malherido; Dios mío, tu salvación me levante.” y es esa salvación la que nos levanta para vivir la caridad de Dios en los demás. No lo hacemos como algo externo, como una obligación que se hace malhumorado, sino que “el mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo.” Sólo los heridos pueden ayudar a los heridos. Los que borran de su vida el pecado, los que no quieren reconocer la pobreza y cierran su puerta a los que les molestan, los que se centran en sus cosas y no quieren mirar al mundo, esos no podrán ser misericordiosos.

La caridad en ocasiones duele, pensamos que tendrían que ser otros los que den el primer paso o los que solucionen ciertas situaciones en nuestro lugar. Es fácil justificarse y cambiar de camino, no es difícil poner un cerrojo al corazón y pensar que ya hacemos bastante. Es fácil, pero es inhumano pues es arrancarnos de cuajo el fondo de nuestro corazón, el sentido de nuestra vida se diluye y el alma se entristece.

Nuestra Madre la Virgen nos recomienda como en las bodas de Caná: “Haced lo que él os diga”, pues con ese ánimo escuchemos las palabras de Cristo: “Anda, haz tú lo mismo”. Y con mucha caridad, como nos gane Holanda volvemos a mandar los tercios.