Aquellos fariseos y escribas que escuchaban al Señor querían garantías. Toda su vida la habían construido sobre el principio de que había que tener las cosas seguras, sin ningún riesgo ni peligro. Escuchaban a Jesús y comprendían que sus enseñanzas eran verdaderas. Pero piden un signo. De alguna manera le estaban diciendo: seremos discípulos tuyos a pesar de ti si nos das una señal irrefutable. Se parece tanto a la tentación del desierto, aquella en que el demonio le dice que se lance de lo alto del templo para que los ángeles paren el golpe. Habría espectáculo y, según la lógica de Satanás, conversiones.

Continuamente nos encontramos con la demanda de garantías. La más frecuente es cuando vamos a pedir una hipoteca. Te piden pruebas y avales. Has de demostrar que eres solvente. Y en muchas facetas de nuestra vida pasamos por circunstancias parecidas. Todo el mundo pide pruebas. Sin embargo, hay otros ámbitos, en los que nunca exigiremos una demostración científica; ámbitos en los que pedir pruebas serían el principio del fin. Pasa por ejemplo con la amistad.

Al amigo no se le pide que demuestre nada. En la relación continua con él vemos que nuestro corazón crece y que, a su lado, nuestra vida es mejor. Cada día, en la conversación y en el trato, verificamos la verdad de esa amistad. Y quizás nunca haya una prueba concluyente, un signo prodigioso. Porque en la amistad cada uno arriesga su libertad y, de no hacerlo, no habría amigos.

En la película El hombre sin rostro, se narra la relación de un alumno con un hombre, con la cara demacrada, que le ayuda a recuperar el amor por el estudio y a preparar unos exámenes. El joven ve como su vida cambia al lado de aquella persona. Pero sobre el maestro se ciernen terribles sospechas. Lo acusan de un crimen en el pasado y todos le dan la espalda. Un día el muchacho le pide explicaciones y su maestro le dice: “Esa pegunta la tienes que responder tú, no valen las chuletas en este examen”. El alumno tenía los datos para saber si las acusaciones eran verdad o mentira, porque aquel hombre le había abierto su corazón y, por tanto, no podía exigirle pruebas como harían en un tribunal.

Con Jesús pasa algo semejante. La vida cristiana, si la seguimos con fidelidad y sencillez, es prueba suficiente. Mil dificultades, decía santo Tomás, no son capaces de hacer nacer una duda. La prueba que el Señor propone a los fariseos y escribas es la de su resurrección. Se trata de un signo que les obligará a poner en ejercicio su fe; habrán de arriesgar la libertad.

Aquellas palabras de Jesús van dirigidas también a cada uno de nosotros. Ante la tentación, que puede nacer de la autosuficiencia, de pedir al Señor signos para seguir en la vida cristiana, somos invitados a contemplas lo que ha sucedido en nuestra vida desde el momento en que nos encontramos con Él. En Jesús se nos da todo y sólo la ceguera o la falta de agradecimiento pueden llevarnos a callejones sin salida.