La parábola del Evangelio de hoy, lo mismo que la primera lectura, habla de la eficacia de la Palabra de Dios. Santo Tomás decía que la Biblia es santa porque habla de cosas santas, está inspirada por el Espíritu Santo, y, además, porque tiene el poder de santificar. Kiko Argüello, iniciador del Camino neocatecumenal que cuenta hoy con cientos de miles de seguidores en todo el mundo, observó en un barrio de chavolas que cuando leía la Biblia a los que estaban allí, su vida empezaba a cambiar. De ahí que se diga que la Palabra de Dios es viva y eficaz y más penetrante que espada de dos filos. Dios habla no para informar al hombre de cosas que sería bueno que supiera, sino para transformar su corazón. Por eso dice Isaías: Así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo.

Sucede, sin embargo, que la Palabra de Dios no actúa coactivamente sobre el hombre, sino que debe ser acogida. Eso es lo que ilustra la parábola del sembrador. Dios no deja de lanzar la semilla y de procurar hacerse accesible a los hombres. Nada desea más que ser conocido y amado. Pero, como nos dice Jesús, hay cuatro disposiciones distintas posibles: los que escuchan y no entienden (ni se preocupan por entender, cosa que sí hacen los apóstoles y por eso preguntan); los que captan sólo superficialmente y enseguida se enfrían; los que por su vida desordenada se incapacitan para entender (la depravación de costumbres embota el entendimiento e insensibiliza para las mociones divinas); y, finalmente, los que la reciben y la dejan crecer.

 Este evangelio muestra también cómo los Apóstoles, que escuchan la parábola, no se conforman con su interpretación personal: lo que según su capacidad pueden entender o imaginar. Prefieren preguntar a Jesús. Porque la Palabra de Dios ha de ser saboreada en la oración. Parte de ese trabajo lo hacen los que predican o puede suplirse con los libros de meditación, pero nada excusa la oración. Es allí donde muchos fragmentos del evangelio se iluminan para nosotros. Por eso cuando le preguntan por qué habla en parábolas, Jesús responde: Porque miran sin ver y escuchan sin oír ni entender.

 La Palabra de Dios no puede tomarse como un libro que, estudiado científicamente, nos lo enseñará todo. Tiene que ser explicada por el mismo Dios. De ahí, por ejemplo, la función del magisterio de la Iglesia, que interpreta la Sagrada Escritura asistida por el Espíritu Santo. Y es también por eso que los mejores comentarios a los evangelios son los que han hecho los santos. Decía al respecto san Agustín: Las escrituras se entienden a partir de la vida de los santos. ¿Por qué? Porque son hombres y mujeres de oración que escuchan la Palabra como lo que es, Palabra de Dios, y por eso le hacen caso, la guardan, la meditan y la aplican en su vida. Deberíamos caer en la cuenta de que cuando en Misa, después de la proclamación de cada lectura, se nos anuncia que es Palabra de Dios, no se está repitiendo una fórmula, sino que se nos está comunicando que ahí, en ese momento y a nosotros y no a otros, Dios nos está hablando. Y la oración siempre es respuesta a Dios, que nos ha hablado primero. La homilía, aconsejable siempre y obligatoria en los días de precepto, intenta ayudar a ello.