Benedicto XVI en una catequesis que dedicó al Apóstol Santiago se refiere a que él pudo asistir a la Transfiguración de Jesús en el Tabor y también a la agonía de Jesús en el huerto de Getsemaní. Y señala: “la segunda experiencia constituyó para él una ocasión de maduración en la fe, para corregir la interpretación unilateral, triunfalista, de la primera: tuvo que vislumbrar que el Mesías, esperado como el pueblo judío como un triunfador, en realidad no sólo estaba rodeado de honor y de gloria, sino también de sufrimiento y debilidad”. De hecho, Santiago será el primero en derramar su sangre por Jesús. Herodes Agripa lo hizo decapitar al inicio de los años 40 del siglo I.

En ese marco podemos leer el evangelio de hoy. Santiago y su hermano quieren un lugar de honor en el Reino de Jesús. Esa demanda, al margen de la ambición humana que pueda contener, muestra su fe en el Señor. Él es el Mesías que esperaban y va a instaurar su Reino. Han visto cosas grandes pero, también, conocen la pobreza de medios del Señor. Por tanto tienen fe. Jesús les pregunta si están dispuestos a compartir su cáliz y, sin dudarlo, los dos zebedeos responden que sí. En su entusiasmo por la persona de Jesucristo nada les parece un obstáculo insalvable ni un precio excesivamente elevado.

Cuando reciban el Espíritu Santo en Pentecostés serán capaces de dar el testimonio. Así nos lo muestra la primera lectura. Si Herodes mandó matar a Santiago y no a los otros apóstoles quizás fuera porque vio en Él un arrojo y una valentía que le impresionaron sobremanera y sobre él descargó la rabia.

El Papa, en la misma catequesis, utiliza el camino seguido por Santiago como símbolo de “la peregrinación de la vida cristiana, entre las persecuciones del mundo y el consuelo de Dios”. Y san Pablo, en la segunda lectura, indica como el apóstol lleva un tesoro en vasijas de barro. El contraste es muy claro. Estamos acostumbrados a ver las joyas en elegantes estuches y a que la calidad de los recipientes varíe según el contenido. Sin embargo, a nosotros, que somos débiles y frágiles, Dios nos da su amor, su gracia y su vida. La desproporción es inmensa. Pero, al mismo tiempo, señala san Pablo, Dios cuida de sus vasijas y, por eso afirma “nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan…; nos derriban pero no nos rematan”. Aquí es el contenido el que protege a quien lo guarda y no al contrario. Es Dios quien sostiene al Apóstol y, en ese caminar, la vida de Jesús va configurándolo totalmente hasta el punto de participar de la muerte de Cristo (el cáliz que Jesús propone a Santiago y Juan).

Al final del evangelio de hoy leemos como Jesús corrige a sus apóstoles. Santiago y Juan eran especialmente arrojados y el mismo Jesús los había denominado Boanerges (hijos del Trueno). Pero el trato asiduo con el Señor y el dejarse reconvenir por Él hizo que las disposiciones naturales de su carácter no fueran impedimento para la gracia. Jesús enseña a sus apóstoles, y también a nosotros, a contrastar todos nuestros proyectos con su persona, y así, por ejemplo, descubrimos que “el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para dar su vida en rescate por muchos”.