Jer 28,1-17; Sal 118; Mt 14,13-21

Los falsos profetas, como Ananías, predicen a los poderosos todo género de bienandanzas, y, si hay dificultades, les aseguran a los jefes que enseguida pasarán. Por ello, en la seguridad de su anuncio de los bienes que van a llegar en tan poco tiempo, rompe con indignación el yugo de madera que el otro profeta, Jeremías, se había puesto en la nuca como señal de lo que iba a pasar a sus gentes con el destierro. Porque Jeremías, ¡ay!, era un profeta de desgracias, y se atreve a proclamar de parte del Señor el yugo de hierro que va a caer por muchos años sobre los suyos, desterrados en Babilonia. ¿Quién podría escucharle? Fuera, fuera con él. Matémosle. Quien nos hable de parte del Señor, seguro, sólo puede anunciarnos maravillas. Fuera con los profetas de desgracias. Para eso ya está la cruda realidad de la vida. Sólo queremos que el Señor nos libre. Y buscaremos profetas para que nos lo anuncien así. Fuera, fuera con Jeremías, profeta de maldades y desafueros.

Porque a través del dominar a los profetas, buscamos dominar a Dios. Pero la palabra que él sopla al oído de sus profetas, los de verdad, como Jeremías, sigue su propio curso. Los planes del Señor no son nuestros planes. Sus caminos no son nuestros caminos.

Por eso rezaremos con el salmo: instrúyenos, Señor, en tus leyes, apártanos de los caminos falsos y danos la gracia de tu voluntad. Sin confundirnos, pues podríamos pensar que esas leyes son como las de lo fariseos. No, son los comportamientos que el Señor induce en nosotros, los que él nos enseña, los que nosotros meditamos en lo hondo de nuestro corazón. Aquellos que nos ponen en su camino. Camino de gracia y de misericordia. Su inmensa voluntad dirige nuestros pasos, mas lo hace estirando de nosotros con dulzura. Lo suyo es la gracia. Lo suyo es la piedad para con nosotros.

Busquemos a Jesús para realizar ese plan que el Señor Dios tiene para nosotros. Lo encontraremos en un sitio tranquilo y apartado. Porque ahora, lo sabemos bien, su punto de destino es la cruz. Nos perdemos en él, y él tiene lastima de nosotros, enfermos, estropiciados, alejados. En el descampado de nuestra vida, incluso los más cercanos de Jesús quieren despedirnos y que busquemos la salida por nuestra cuenta. Pero Jesús les dirige unas palabras extrañas: no hace falta que se vayan, dadles vosotros de comer. ¿Cómo?, ¿nosotros? ¿Cómo es posible?, ¿qué tenemos nosotros que ver con ellos? Entonces es cuando se dan cuenta de que nada tienen: cinco panes y dos peces. ¿Qué pueden hacer con ellos ante la inmensa multitud que se ha acercado a Jesús? Mas, lleno de su misericordia, nos hace recostar a todos en el descanso, pronuncia la bendición, parte los panes y se los da a los discípulos, para que estos los repartan a todos. Comemos, y sobra.

Vemos, pues, cómo el Señor nos instruye. Con sus profetas. Con su palabra. Con su pan. Pan bendecido. Pan eucarístico que sus discípulos reparten en su nombre. Reparten, es decir, repartimos. El Señor Dios tiene un plan para nosotros. Un plan que pasa por sus profetas y por sus discípulos. Un plan que nos da su alimento. Pan eucarístico. Porque nosotros repartimos ese pan. El alimento es la propia carne y sangre del Señor. Mas nosotros lo repartimos. Dadnos de ese pan: necesitamos de él para ser. Y nosotros lo repartimos gratis. Como gratis lo hemos recibido del propio Jesús en su Iglesia.