Jer 30,1-2.12-15.18.22; Sal 101; Mt 14,22-36

Atrévete a venir. No tengas miedo. Ánimo, soy yo. La venida de Jesús lo trastoca todo, es él quien reconstruye Sión, quien se vuelve a las súplicas de los indefensos, quien no desprecia nuestras peticiones. Porque, sí, es verdad, el Señor se ha fijado en la tierra, para escuchar los gemidos de los cautivos y librar a los condenados a muerte. Él es el Señor que viene. Mejor, que ha venido y está entre nosotros. Ya no hay heridas enconadas, incurables, por más que sean nuestros crímenes y pecados. Ya no hay llagas desahuciadas. Es verdad que, con toda razón, nos lo gritaba el profeta Jeremías, pero ahora es Jesús, el Señor, quien está con nosotros, quien se acerca a nuestra barca tambaleante, sacudida por los vientos, incluso por huracanes que se nos dicen amigos, muy lejos de la tierra. Pero no, porque se ha fijado en nosotros, por lejos de la tierra que estemos, y nos dice esas palabras que nos encandilan: ¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!

Cuánto hemos necesitado en estos últimos años que se nos diga una y otra vez: no tengáis miedo. Estábamos como aterrados, rebajados, retirados. Ya no teníamos esperanza alguna. Creíamos a todo en sus finales; que nosotros éramos los últimos mohicanos. Pensábamos que con nosotros, retirados en el retemblar de nuestras sacristías, desaparecía de sobre la faz de la tierra el anuncio del Evangelio. Que la Iglesia había perdido su lugar. Pero no, no es así. Con él, que nos dice: Ven, somos capaces de caminar sobre las aguas. Es verdad que en ocasiones, muchas, como Pedro, echamos a andar sobre ellas, pero nos entra la zozobra, la duda, el pavor, y empezamos a hundirnos para irnos a pique. Mas gritemos a Jesús que está junto a nosotros: Señor, sálvame. Porque debe quedar bien claro: lo que transmitimos no es cosa nuestra, sino de Dios. La fuerza no es nuestra, sino de Dios. Nunca podemos olvidar que todo se nos da en Cristo, por él y con él. Por eso, nosotros podemos flaquear, como el ardoroso Pedro, quien pensaba que tenía fuerzas para todo; pero no importa: Señor, sálvame. Qué grito tan maravilloso. Qué enseñanza para nosotros. Podemos ser débiles, Pedro nos enseña a serlo. No hemos nosotros de ser nunca más fuertes que él. Impetuosos y débiles. Llenos de pasión y asustadizos. Siguiendo al Señor con toda nuestra furia y hundiéndonos en todas las aguas que rugen en torno a nosotros. Intrépidos y, a la vez, llorosos, llenos de miedo. No tengáis miedo, soy yo, nos dice también Jesús a nosotros, como se lo dijo a los discípulos.

¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado? Señor, las aguas eran muy profundas, rugían hasta espantarme. No me veía con fuerzas. Dudé, dudé, sí, Señor. En medio de las olas, te creí un fantasma. Hijos de nuestra carnalidad. A la vez tan grande como tan pequeña. Es asunto, pues, de confianza en él. De ponernos por entero en sus manos. De seguirle por doquier, predicando la buena noticia. El Señor está con nosotros. No nos ha dejado de su mano. La gracia y la misericordia de Dios nos vienen con él, por él y en él. Subiremos a la barca, pues, y amainarán los vientos. No tengáis miedo, estoy con vosotros siempre, hasta el fin de los tiempos. ¿Cómo?, ¿conmigo también?, ¿no es sólo con Pedro? Sí, no tengas  miedo, contigo también, con vosotros también. ¿de qué manera tendremos la certeza de que sea así? Porque, afirmamos: realmente eres Hijo de Dios.