Jer 31,1-7; Jer 31; Mt 15,21-28

Curioso. Estas palabras no son de ser de carne como nosotros, sino de Dios. Palabras que el profeta Jeremías pone en boca de Dios, por una vez anunciador de maravillas para el pequeño resto del pueblo de Israel, quien halló gracia en el desierto, escapando de la espada, camino de su descanso. El Señor nos ama con amor eterno y, por eso, aunque abochornado por nuestro pecados y desidias, fragilidades y abandonos, nos prolongará su misericordia. Saldremos a cantar regocijados. Plantaremos viñas. Será de día en nuestra vida. Nos levantaremos y marcharemos juntos a Sión, al encuentro de nuestro Señor. Y el Señor nos guardará como un pastor a su rebaño. Nos dispersó, es verdad, porque aventó nuestros pecados, pero ahora nos reunirá; estará para siempre con nosotros. Todavía resuena en nosotros el ‘Ánimo, soy yo, no tengáis miedo’. Porque con amor eterno nos amó el señor Dios y nunca nos dejará de su mano, para lo que nos ha enviado a Jesús, el Cristo, su Hijo. Y nos lo ha enviado alimentándonos con su carne y con su sangre. Nos lo ha puesto en la cruz para que nunca nos abandone; para que siempre sepamos dónde está: para redimirnos en toda ocasión y en todo caso de nuestra fragilidades, sustos y pecados. Ha hecho de nosotros su pequeño resto para siempre.

Mas es aún mucho lo que debemos aprender siguiéndole. Como cuando la mujer cananea, peligrosa, pagana, adoradora de dioses falsos, tentación siempre para los hijos de Israel, se acerca a Jesús pidiéndole compasión, a él, que no es de los suyos, pues, consciente, ella misma le llama Hijo de David. Sabe muy bien que no es de los suyos; que no es de los nuestros. Pero Jesús no responde nada a ese grito. Por eso, nosotros, como los discípulos, creyendo interpretar bien a nuestro Maestro, aunque por nosotros la dejaríamos en el borde del camino, como otras veces aparece en los evangelios, hartos del griterío, y sólo por eso, seguramente, le pedimos a Jesús que la atienda. Resulta así que sólo por las voces queremos atenderla, sin darnos cuenta siquiera de que no es oveja de nuestro rebaño; de que ni siquiera es oveja descarriada de las nuestras. Parece que en el relato somos nosotros quienes establecemos las diferencias, que Jesús nos hace patente con sus palabras. Pero él, como se muestra en su acción, sólo se fija en las palabras de la mujer: Señor, socórreme. Y a Jesús sólo le importa su grito, su petición de ayuda. No le perturba quién sea ni de dónde venga. No le importa su griterío. Debemos fijarnos en que las voces y el griterío molestan siempre a los discípulos, y a nosotros con ellos, nunca a Jesús. Mas este sigue insistiendo en las diferencias, para desgranarlas, para hacer de ella, por su misericordia, una de los nuestros. Sabe muy bien quiénes consideramos nosotros, según la costumbre establecida, como los hijos, quiénes son los nuestros, muy bien separados de los que no lo son. Queremos proteger a nuestra Iglesia. Pero la respuesta de la mujer cananea es genial. El Señor sí que sabe, ella no es de los nuestros, es verdad, pero los perrillos tienen derecho a las migajas de misericordia que caen de la mesa de la celebración pascual. Porque incluso esas solas migajas son grandes con esplendor infinito. Mujer, qué grande es tu fe, que se cumpla lo que deseas.

Siempre es, al final, una cuestión de fe.