Dan 7,9-10.13-14; Sal 96; 2Pe 1,16-19; Mt 17,1-9

Es muy bonito ver cómo en una fiesta tan especial del Señor Jesús en la que aparece por única vez revestido de todo su esplendor de divinidad, la oración colecta sea dedicada a nosotros, viendo en ella una prefiguración de nuestra adopción perfecta como hijos de Dios; hasta el punto de pedir que, escuchando siempre la palabra de su Hijo, nos conceda ser un día coherederos de su gloria. La gloria que hoy vemos en esta escena evangélica tan particular, tan distinta de todas las demás, tan luminosa, por su gracia y misericordia va a ser también cosa nuestra. Sólo habrá una condición. Porque pronto lo vamos a ver también en lo alto de otro monte, colgado en la cruz, también allá, junto a ella, deberemos hacer punto de nuestra referencia, el lugar de nuestra vida en el que hagamos tres tiendas. Aquí en el monte Tabor oiremos la voz de lo alto que dice: Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto, escuchadlo, para que allá en el monte Gólgota sepamos quién está clavado en la cruz y quienes somos nosotros. Para que nos demos cuenta de que también para nosotros el camino de la cruz lleva a la Transfiguración de nuestros cuerpos, cuando Jesús resucitado se acerque a nosotros y, tocándonos, nos diga: Levantaos, no temáis, para llevarnos de su mano al seno de la completa y eterna Gloria.

El prefacio propio añade aún mayor espesor de sentido a la escena. En la Transfiguración Dios Padre nos da a conocer en su cuerpo, en todo semejante al nuestro, el resplandor de su divinidad, para que seamos capaces de sobrellevar el escándalo de la cruz. ¿Quién, si no, podrá resistirlo? ¿Seríamos capaces de vivirlo, y perdurar nuestra vida a lo largo de todos sus acontecimientos, si no cupiera en nosotros esa esperanza? La cruz, la muerte de Jesús en la cruz, tiene pleno sentido para nosotros pues de manera extrema y paradójica es el instrumento de la victoria de Dios sobre el pecado y la muerte. Y hoy quiere darnos las arras esperanzadas de esa victoria; de otro modo caeríamos vencidos por la desesperanza de la muerte y del pecado. Seguro que los tres discípulos que llevó Jesús a lo alto del monte Tabor como testigos de su revestimiento de la Gloria, al menos en la vergüenza de dos de ellos por el abandono de la cruz a la lejanía, en el relato que hicieron a todos los demás discípulos vieron un signo de esperanza resplandeciente que apuntaba a su propia resurrección.

Tronos y ancianos. Río impetuoso de fuego. Daniel nos abre una rendija para que contemplemos el lugar de la Gloria de Dios y a quienes se encuentran en ella. Porque el Señor reina altísimo sobre toda la tierra, y eso nos llena de alegría. Por eso la segunda carta de Pedro nos habla de que hemos sido testigos oculares de su grandeza. La grandeza de Jesús. Y nos recuerda la voz que oyó en lo alto del monte, y que nosotros hemos oído con él, cuando la Sublime Gloria, Dios Padre mismo, nos hizo escuchar: Este es mi Hijo amado, mi predilecto. Voz del cielo que, continúa Pedro, oímos nosotros estando hoy con él en la sagrada montaña celebrando la Transfiguración. No se hace ilusiones vanas, sin embargo, pues sabe que es lámpara que brilla aún en lugar obscuro hasta que despunte el día, y el lucero nazca en nuestros corazones. Está ya, sí, pero todavía no.