Ef 1,2-5.24-28c; Sal 148; Mt 17,22-27

El visionario profeta Ezequiel nos hace ver la Gloria del Señor en el cielo. Zigzagueo de relámpagos, nube nimbada de resplandores, viento huracanado. Cuatro seres vivientes que tienen forma humana. Rumores profundos. Estruendo, como la voz del Todopoderoso. Griterío de multitudes. Abatirse de alas. Por encima, como una especie de zafiro en forma de trono. Una figura que parecía un hombre. Fuego. Refulgencia. Era la apariencia visible de la Gloria del Señor invisible.

Estas páginas impresionaron profundamente, por lo que encontramos reminiscencia y continuación de ellas en toda la Biblia, hasta el libro del Apocalipsis. Llega el Señor, y viene envuelto en fulgores. Es el lugar de su morada. Ahí se aposenta la Gloria del Señor. Luego, veremos cómo aparecerá una figura nueva: el Cordero inmaculado que ha sido sacrificado en la cruz y que ahora reina en el esplendor de la Gloria del Padre. Alabemos, pues, al Señor en el cielo. Todos vayamos a vitorearle, reyes y pueblos del orbe entero. Porque su nombres es el único sublime. Llama la atención. Justo cuando el pueblo ha quedado reducido a un resto apenas sin significado, o cuando veremos al Hijo del hombre entregado a sus enemigos para que lo ajusticien, en la persecución, pues, aparecen esas visiones majestuosas de la Gloria de Dios que está en el cielo, pero que desciende a nosotros para implantar su reinado.

Podrá pensarse que se trata de una iluminación virtual, mero desatino, ante la pequeñez estrecha en la que hemos caído. Perseguido, y perseguidos. Ajusticiado, y ajusticiados. Despreciado, y despreciados. Apenas si una poca cosa que a nadie le preocupa, y que, por ello mismo, se reviste de grandezas difusas, confusas y falaces. Nos podrán decir, como tantas veces han dicho y repiten hoy: bueno, si con eso te conformas, sigue fantaseando grandezas en un cielo que no existe. Allá tú. Vivirás de una pura virtualidad imaginativa. ¿Alabanzas de cielo y tierra, luces y gran espectáculo? Bueno, si con eso te conformas, vale.

Los discípulos se pusieron muy tristes ante el anuncio de su Maestro de que sería entregado a los hombres para que lo mataran. Ellos, que habían figurado grandezas y victorias intrépidas. ¿Todo iba a ser, finalmente, un fracaso rocambolesco, rotundo?

Y desde cielos tan altos, bajamos a tierra con la escena del impuesto. ¿Por qué él no paga? Sin duda el impuesto para el templo que todo israelita varón (Ex 30,13; 38,26) pagaba anualmente, aunque para los judíos de Qumrán fuera sólo una vez en la vida (Manuel Iglesias). El hijo, porque Hijo, está exento de ese impuesto, pues los reyes no cobran tasas a los suyos. Pero Jesús tiene mucho cuidado de no escandalizar, de no dar ocasión a malentendidos. En ningún modo quiere sembrar de obstáculos el camino de ellos hacia el evangelio. Espera siempre al final, cuando nos será presentado el gran obstáculo, tanto para judíos como para gentiles.

Mirando a Jesús no encontramos ninguna gloria, excepto en la escena de la Transfiguración. Si vale decirlo así, tropezamos con una figura de enorme entereza moral y de sabiduría muy fuera de lo común. Una figura sin duda muy atrayente para gran cantidad de los que le ven y escuchan, aunque también capaz de generar odios mostrencos. Pero nuestros ojos tienen que acostumbrarse a verlo, sobre todo en el lugar en el que lo contemplamos con la realidad misma de su ser: en la cruz. Porque sólo acá le vemos tal cual es. Y ahí, en ella, contemplamos la Gloria de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.