Ez 2,8-3,4; Sal 118; Mt 18,1-5.10-14

¡Qué dulce al paladar tu promesa, Señor!, cantamos con el salmo. Son sus preceptos nuestra delicia y sus decretos nuestros consejeros. La alegría de nuestro corazón. Tenemos ansia de sus mandamientos. Qué, pues, ¿nos invita el Señor a ser fidedignos cumplidores de la Ley, a que nuestra vida sea un cumplimiento de reglas, seguramente de moralina? No, no, nada de eso. Ezequiel nos lo enseña de su parte. No seas rebelde, sino, al contrario, abre la boca y come lo que yo te doy. Porque es el mismo Señor quien nos da alimento, por más que sea en el modo de documento enrollado —recuérdese que no se leían las Escrituras como libro encuadernado, sino como rollos sueltos en donde estaban escritos la ley y los profetas, en el hablar del NT—, que desenrolla ante nosotros y vemos escritos en él elegías, lamentos y ayes. Así pues, poesía cuajada de tristeza. Come, come, y vete a hablar a la casa de Israel, y diles mis palabras.

¿Cuáles serán esa palabras que hemos comido y que ahora se han de convertir en objeto de predicación, en buena noticia de parte del Señor? ¿Qué deberemos hacer nosotros?, ¿en qué modo cumpliremos ese mandato de comer de los rollos para que nos salgan las palabras?

Veamos lo que Jesús nos indica en el evangelio de hoy. Niños, deberemos ser como niños. Con sus ojos de inocencia y de fidelidad. Con su mano levantada para que otra mano se la tome y le dirija con cariño. Con la certeza de que es amado. Tendremos que volver a ser como niños para que nos salgan esas palabras de consuelo y buena noticia de lo que hemos comido en los rollos que el Señor, por medio de su Iglesia, nos ha presentado. La palabra, como a los niños, saldrá de nuestra comida. Comida eucarística. Será palabra de consuelo, de amable convivencia. Será palabra que se nos ha regalado, que hemos ido aprendiendo sílaba a sílaba, sonido a sonido, música a música. Cuidado, por tanto, de despreciar a uno de estos pequeñuelos. Y nosotros somos esos pequeñuelos, y también nuestros ángeles están siempre en el cielo viendo el rostro de su Padre celestial. El que acoge a un niño como este en su nombre, le acoge a él.

¿Volveremos a tener miedo del qué diremos o de qué modo nos comportaremos? Al contrario, iremos a donde haga falta para buscar la oveja perdida. Como niños intrépidos, con el arrojo que nos da la mano del Señor que nos inicia y nos lleva. Como niños de Dios, pues hijos del Padre, no dejaremos que se pierda ni uno sólo de estos pequeños.

Niños. Pan eucarístico. Comida que se hace palabra. No tengáis miedo, que yo pondré en vuestra boca la palabra apropiada. Aunque pronunciada por nosotros, esa palabra no es nuestra sino suya. No se nos da licencia para que digamos lo que nos venga en gana construyendo así nuestra propia iglesia, la nuestra, la de los nuestros, sino que hemos de decir lo que sale de nuestro alimento, de los rollos que hemos engullido y que, en nosotros, con nuestras inflexiones de voz, se convierten en palabra que es palabra de Dios. Que es carne de Dios. Siempre la sacramentalidad de la carne. Así, y sólo de este modo, construiremos la Iglesia de Cristo, la suya, la única interesante. La que viene de parte de Dios su Padre, la que se rige por sus reglas de amor. La otra, ¿a quién puede interesar?