Ez 12,1-12; Sal 77; Mt 18,21-29

¿Seguro que el profeta Ezequiel se refiere sólo a las gentes de su pueblo a las que él hablaba de parte del Señor? Ojala tuviéramos hoy la capacidad de indicar a los nuestros su mensaje de un modo tan vívido como el utilizado por el profeta. A la vista de todos abre un boquete en el muro y saca por allí tu ajuar. Tápate la cara, para no ver la tierra. Es señal para la Iglesia. ¿Por qué hemos perdido esa capacidad maravillosa de hacernos entender en nuestro habla de parte del Señor? No parecemos tener, como los profetas, Ezequiel en este caso, esa capacidad de imaginación para que todo el que quiera, entienda. Dicen que solo el siete por ciento de nuestra expresión llega por las palabras que pronunciamos. Vence nuestro mímica, el brillo de nuestros ojos, los gestos de nuestra cara y de nuestro cuerpo, la circunstancia. Y no sé si somos capaces de aprovecharnos de esta constitución nuestra. Me temo que no. Con frecuencia lo que decimos como buena noticia parecen ser palabras entresacadas de algún código o manual polvoroso, cuando no es sino mera y pura repetición del siempre lo mismo. Mas esto, ¿cómo no somos capaces de verlo?, no sirve para nada. Nos falta imaginación de comunicantes. No transmitimos. Nos quedamos encerrados en palabras, mejor, palabrería de pura sequedad y moralina que a nadie importa. Así en nuestras celebraciones. Así en nuestros sermones. Así en la catequesis. Así, también, en nuestra vida. Nos falta casi todo por hacer para transmitir la buena noticia. Jesús no aburría a sus oyentes, ni a quienes curaba o perdonaba sus pecados. Me temo que nosotros, sí. Termina Ezequiel con estas penetrantes palabras: soy señal para vosotros; lo que yo he hice lo tendréis que hacer vosotros.

¿Haremos que las acciones de Dios sean olvidadas porque nosotros no sabemos transmitirlas?

Las maneras de Jesús en sus parlamentos son abracadabrantes, superlativas. Tiene una capacidad de imaginación cuajada de inventiva que nos deja pasmados, y de la que tanto debemos aprender. Así acontece en todas sus parábolas, como la de hoy. Con frecuencia nosotros no llegamos sino a hacer aburridos comentarios de esas piezas geniales, o lecturas anodinas que no nos enseñan y ni siquiera tocan nuestra interioridad. ¡Págame lo que me debes! Eso es lo que nosotros decimos una y otra vez, sin ninguna misericordia. Mas esa no es ni de lejos la postura de Dios. Él perdona siempre. Con una condición, que nosotros aprendamos a perdonar. Pero perdonar es cosa bien difícil. Para nosotros, e incluso para Dios. Nosotros somos rácanos en el perdonar. Nunca queremos olvidar. Dios Padre se olvida de todo en la contemplación de la cruz en la que hemos colgado a su Hijo. Por nuestros pecados, no sólo por los pecados de ellos.

Perdona de corazón. Perdón que no deja rastro en nosotros. De idéntica manera que el suyo, el nuestro tampoco puede dejar en lo hondo de nosotros resquemores o intransigencias. También en esto del perdón tenemos que ser como niños olvidadizos, y no como viejos rencorosos.

Las parábolas nos cuentan sabrosos cuentecitos en los que encontramos el parecido de nuestras acciones y palabras con el reino de los cielos que Jesús nos presenta. Porque su reinado pasa por nosotros. En este caso, por nuestro perdón. Si no perdonamos sin dejar rastro en nosotros, en nuestras acciones y palabras, como el Padre Dios nos perdona, abandonamos las fronteras de su reinado. Desaprovechamos su perdón, siempre ahí, a nuestra disposición, clavado en la cruz.