Ez 16,1-15; Is 12; Mt 19,3-12

La página de Ezequiel de hoy es hermosa hasta llegar a ser cruel. El Señor preparó a su amada desde su mismo nacimiento, y ¿de qué sirvió?, simplemente, para que fuera una prostituta de lujo. Aumentó su belleza en todo lo que cabía, con todo mimo, guardándole lo mejor, para que acrecentara y resaltara la belleza de su elegida, y ¿qué consiguió?, que fornicara a manos llenas, con ansia, con violencia, con despecho. Curioso, pero nada importa. ¿Por qué? Dios recuerda su alianza. Repasa sus cuidados de moza, de cuando suspiraba de amor: hará con ella una nueva alianza. Y el profeta, de parte de Dios, nos da sus razones. Que se acuerde y se sonroje. Que no vuelva a abrir la boca de vergüenza cuando le perdone todo lo que ha hecho.

¿Hace bien?, ¿tiene algún sentido tanto perdón? ¿Seguro que no volverá sobre sus pasos y retornará a sus fornicaciones y a prostituirse en todos los altozanos, como antes? Dan ganas de pensar que Dios es demasiado inocente, que no conoce bien con quién trata. ¿Servirá para algo esa perdonar que llama a una vuelta a empezar? ¿No es un engaño en el que ninguno de nosotros caería? ¿Por qué Dios es tan iluso? Qué pasa, ¿es que no tiene experiencia? Se queda uno pasmado ante la inocencia de nuestro Dios. Hizo con ella una alianza y ante tan clamoroso fracaso, propone una nueva alianza. Si fuéramos nosotros, no lo consentiríamos, a no ser que hubiéramos caído en una trampa ante la mujer fatal que nos sorbió los sesos.

Otra cosa es, seguramente, si miramos la profecía que el Señor sopla en la pluma de Ezequiel desde una mirada tan distinta como es la de la misericordia. Porque, mirando desde nuestro ojos, Dios es perdonador hasta la exasperación. Porque él, y no nosotros, cumple su ser en el amor y en la misericordia, en el cumplimiento de la palabra dada. Por encima de todo y pase lo que pase, Dios es amor. Porque su Palabra es el Hijo. Y ahí no hay vuelta de hoja.

El evangelio nos habla de matrimonio y del repudio. Esa misma es la doctrina que Jesús nos aplica a nosotros. Amor por encima de todo. Amor siempre. Amor para siempre. Lo que ha sido desde el primer momento de la creación. No hay repudio del amor. No hay divorcio del amor. Palabra dada para siempre. Como la de Dios. Pues hijos suyos somos, creados a su imagen y semejanza. ¿Que esta mirada es poco comprensiva de lo que somos, seres de carne tan frágil, de las situaciones que ya no tienen remedio, de lo que ya ha muerto y sólo falta enterrar, de lo que no puede proseguir si no se quiere caer en males mucho mayores? También acá de modo parecido nos quedamos perplejos, ¿es que Jesús conoce la complejidad de la vida, los enamoramientos y desenamoramientos, la inconsistencia de lo que somos, la reconstrucción de sí en otras convivencias, en otras vidas? ¿No es mejor que seamos sensatos y, como los hombres y mujeres de la primera alianza, aceptemos el repudio y el divorcio, aunque con reglas más justas?

Sorprendente Jesús, quien, para colmo, justo en este momento introduce el tema de quienes se quieren hacer eunucos por el reino de los cielos. Como él lo hizo. Con él no va la blandenguería de la buena conciencia. Porque lo de Dios es una alianza de amor. Y el amor es exigente con exigencia de amor.