Martirio de San Juan Bautista. Santos: Adelfo, obispo; Hipacio, obispo y mártir; Alberico, Basilia, Sabina, Niceas, Pablo, Cándida, mártires; Eutimio, y su hijo Crescencio, mártires; Feologildo, arzobispo de Canterbury; Andrés, presbítero y mártir; Sebbo, rey; Verona, virgen; Mederico, abad.

El nombre de Herodes ha quedado como sinónimo de horror. Y no es para menos. Hubo un Herodes, llamado el Grande, que mandó nada menos que degollar a todos los niños menores de dos años que vivieran en la región de Belén, cuando tuvo noticias del nacimiento de Jesús; pasados unos años, vino otro Herodes, su hijo, conocido por Herodes Antipas, que mandó cortar la cabeza de Juan el Bautista en medio de un banquete de cumpleaños. ¿Qué quieres? Al mencionar el nombre, a uno, aunque ya no es un niño, se le remueven los jugos internos. De este último es de quien hablamos en torno al martirio de Juan.

Quizá sea conveniente una clarificación del entorno para mejor comprender la historia, porque hablamos de historia, no de relatos más o menos lejanos que pudieran estar envueltos en la imprecisión, la épica o cualquier tipo de género negro literario.

Juan, el personaje principal, es aquel hijo del sacerdote del templo de Jerusalén que se llamaba Zacarías y de su esposa Isabel, la parienta de la Virgen; santificado en la Visitación, se entregó al hacerse adulto y madurar a cumplir la misión que Dios le había confiado como Precursor; vivía con una austeridad desconocida en el desierto, predicaba las verdades con una fuerza que arrebataba, llamaba a todos a la conversión y a la penitencia, logrando que la buena gente formara colas para ser bautizadas por él en el río Jordán. Todo un tipo.

Herodes Antipas era por el momento tetrarca, reinando en Galilea y Perea, desde que murió su padre. Un reyezuelo pequeño con poco quehacer; a lo más, vigilar las fronteras para que no se le acercaran demasiado los nabateos vecinos. Está sometido al poder de Roma. Pasa temporadas largas en la fortaleza de Maqueronte donde se ha hecho edificar una residencia dispuesta con todo el lujo propio del paganismo romano y abundando en refinamiento oriental. Allí se dedica a la vida cómoda y disfruta del ocio entre sedas, perfumes, copas y mujeres; tiene de todo y en abundancia.

Un hermano suyo es Arquelao, rey de Judea, Idumea y Samaría. También tributario de los romanos.

Otro hermanastro –solo hermano de padre– es Filipo. Este fue muy mal visto por los judíos al enamorarse de su sobrina Herodías y casarse con ella, por problemas de consanguinidad; vive en la capital del Imperio, como oscuro particular.

Herodías, otro de los personajes importantes, es nieta de Herodes el Grande y, por tanto, sobrina de Antipas y Arquelao; por línea paterna, es también sobrinastra de Filipo, al tiempo que cuñada de Herodes Antipas. Altiva, dominante, ambiciosa, goza con la intriga, vive en fantasías de grandezas y está ansiosa de fausto.

En Roma está asentado el paganismo y, entre los importantes, todo son afanes de placer. Por eso va frecuentemente Antipas allá, con la excusa de informar a su amigo Tiberio del modo de actuar los gobernadores romanos en su reino. Se hospeda en casa de Filipo y, desde allí, se pasa a los distintos ambientes el grado de superlujo que ha creado en su fortaleza-palacio-harén de Maqueronte. Con tanta y frecuente intimidad, surge la pasión de Filipo por Herodías y salta la chispa porque a Herodías le deslumbra lo que oye de fastuosidades y está anhelante de poder. Lo tienen difícil de cara a casarse, porque, de una parte, también Herodes tiene por esposa legítima a la hija de Aretas, rey de los árabes nabateos –la que aburrida y cansada terminó huyendo a refugiarse en la corte de su padre–, y de otra parte, los rabinos judíos son duros y exigentes en este asunto.

Pero acaban triunfando pasión y ambición. Herodías abandona a su esposo, toma a su hija y se va en busca de la fastuosidad y el boato de Maqueronte. Cuantas más fiestas, mejor se olvida la tensión nabatea por el orgullo herido del rey, y una ocasión especial se presenta con el cumpleaños de Antipas. Pero son meses los que lleva en la mazmorra Juan el Bautista. Se le ocurrió, al poco tiempo de llegar, decirle secamente y sin fisura al rey: «no te es lícito vivir con la mujer de tu hermano». Y se molestó la dama. No lo pudo aguantar y se puso furiosa con el de piel de camello. Pidió y exigió la cárcel para callar aquella voz que le parecía insolente. Conseguido el primer paso, forja un plan para el cumpleaños, cuando todos estuvieran movidos por el licor y excitados por la sensualidad al contemplar el contorneo de su hija que ella se encargaría de motivar.

Presente la nobleza, los importantes jefes palaciegos y militares, los aduladores y los trepas; otros solo son comilones y juerguistas, pero hay muchos invitados. La fiesta es grande, va de más a mejor, tendiendo a lo apoteósico. En el apogeo no actuarán hoy las bailarinas asalariadas; será la mismísima hija de la querida del tetrarca a la que Flavio Josefo llama Salomé. Ondulaciones, giros y carácter impúdico de aquella que tiene juventud y arte. Se estremece Herodes y jura: «Te daré lo que pidas». La consulta a la madre tiene una respuesta maquinada: «Ahora mismo, la cabeza del Bautista». Dice el Evangelio que Herodes tuvo pena; pero, si la hubo, fue tan ineficaz como cobarde. Rodó por el suelo la cabeza y la pusieron con mal gusto en un plato como regalo.

Sucedía que al molestar una boca, los grandes de aquella época la hacían callar con su enorme poder. Los medios solo están en dependencia del refinamiento y del gusto.