Hay una lógica de lo superficial y una de lo profundo. La primera es aparente y la segunda verdadera. Así, en primera instancia, encontramos normal despreciar a quien nos hace daño y devolver mal por mal. Nadie que haya obrado de esa manera puede decir que después ha quedado contento. La satisfacción inicial no tarda en trocarse en malestar. La herida que uno ha sufrido no ha quedado restañada sino que se ha hecho más grande.

Jesús, en el Evangelio de hoy nos dice que hay que devolver bien por mal. Extraña petición para nuestros oídos endurecidos. El camino de la bondad y del amor propuesto por Jesucristo no es una petición que nace de un deseo de exigir sin más. Se nos indica que esa es la lógica de Dios. De esa manera nos ama Dios.

¿Por qué deseamos devolver el mal? A veces ese deseo nace de una exigencia de la justicia. Pensamos que quien la hace debe pagarla. Las exigencias de la justicia no deben olvidarse. El mismo Señor apunta en el evangelio que si perdonamos se nos perdonará. Por tanto se establece una retribución. Pero viene fijada siempre por la verdadera justicia, en la que no interviene para nada el odio, ni la venganza, ni el deseo de mal para nadie. Cada cual obtendrá según lo que dé. Es más, apunta Jesús, que lo que recibiremos colmará de manera desbordante lo que habremos entregado nosotros. Dios siempre nos supera en generosidad.

Amar a quien no nos ama (insisto en que aquí no se niega para nada la justicia ni el castigo cuando corresponde), es la posibilidad de realizarnos según el designio de Dios. Esto es lo que Jesús nos concede al sanar, con su gracia, nuestro corazón: amar verdaderamente, sin ningún interés, a pesar de los límites de nuestro prójimo.

Hay que pedirlo con insistencia porque fácilmente nos acomodamos y abandonamos la carrera del amor. Si no amo no soy nada, dice san Pablo, por más cosas grandes que realice. El amor nos saca de nosotros mismos y nos hace vivir según el plan original de Dios. Porque nuestra vida nos ha sido entregada como un don y cada persona sólo se realiza en la libre entrega de sí mismo. Excusas para no amar aparecen de continuo. ¡Las conocemos tan bien! Por eso hay que volverse siempre hacia la fuente de todo amor: Dios, y hacia el rostro de Jesucristo, que es donde ese amor se hace presente en la carne.

El recuerdo del mal, se dice en el libro de las lamentaciones, envenena nuestro corazón. El mal que obramos nos desfigura espiritualmente y, además, es causa de infelicidad. Jesús, para que comprendamos que la respuesta siempre es el amor, aunque cueste, nos invita a elevar nuestra mirada a Dios. En el no hay ninguna mezcla de mal, no hay nada que le afee ni imperfección. Es allí donde hemos de volver una y otra vez, aún en las situaciones más difíciles, para ser capaces de hacer presente la caridad en medio del mundo. Porque con sus palabras el Señor también nos invita a ser testigos de su amor. A probar a los demás el bien que Dios ha obrado en nosotros y propiciar así que se abran a la gracia.

Pidamos a la Virgen María que nos enseñe a comprender las palabras de su Hijo. Ella lo acompañó en el momento doloroso de su pasión y su corazón no dejó de amar, ofreciéndose con Él por la salvación de todos los hombres.